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Viaje a Alaska y Canadá 121. Johnston Canyon: hacia las cascadas.


 

El lecho se fue tiñendo de blanco por la espuma de las aguas puras, de deshielo, que chocaban contra las rocas. Crecía el ruido, se espesaba la masa humana, sin ser agobiante. El aire transportaba un aroma verde, fresco, que limpiaba los pulmones. Por ello atrajo a muchos amantes de la naturaleza que dejaron consignadas sus sensaciones en textos y cuadros. El lugar no podía dejar indiferente a nadie con un mínimo de sensibilidad.

No recuerdo el número de fotos que hicimos. Siempre es mayor el primer día que entras en un nuevo ámbito, como en nuestro caso. A veces, pienso que le damos demasiada importancia a las fotos, a enlatar los lugares, y nos olvidamos de las sensaciones que se imprimen de forma indeleble entre nuestro cerebro y nuestro corazón. Allí permanecen y vuelven a nosotros infinitas veces para transformarse, cobrar nuevas vidas, deleitarnos y enriquecernos. Con las cámaras antiguas había que seleccionar mucho antes de dispararlas, o corrías el peligro de arruinarte al revelar las fotos. Ahora regresas de los viajes con miles de fotos y quizá con muchos menos sentimientos consolidados.



La brisa, que era bienvenida para contrarrestar la llaga de sol que penetraba con fuerza en el cañón, susurraba en su contacto con las ramas de los árboles y dejaba un aroma suave, como de producto balsámico espolvoreado en el ambiente.

Me imaginé la tormenta de la tarde anterior en este lugar encajado. La lluvia sería una muestra de la ira de los dioses. Daría la impresión de que los paredones cerraban su boca y nos devoraban de forma impenitente, castigando nuestra audacia. El río bajaría enfervorizado, agitado, peligroso y vengativo, arrancaría todo lo que estuviera en su camino, demostraría su soberanía consentida por los peñascos. Los árboles claudicarían y se dejarían llevar corriente abajo, se atascarían, como en ese momento observábamos.

Sentí que aquel cañón era una fuente inagotable de aventuras. Siempre que le dejaran expresarse, claro. La cascada era un incesante quejido que desangraba el misterioso vientre de la montaña. Me gustaban esos espectáculos monótonos, como mantras de la naturaleza, expresiones de fuerza que, sin embargo, penetraban en la mente con delicadeza. Aquí el hombre era el invitado, o el invasor, según su actitud devota u hostil, según que se infiltrara y colaborara o tratara de alterar lo que llevaba siglos alimentando el equilibrio.



El puente que servía como mirador sobre la cascada estaba a tope de gente que intentaba hacerse las fotos para Instagram con los posados más antinaturales que se puede imaginar. Le di preferencia a la cascada y renuncié a hacerme una foto con ella al fondo, que quizá no me dijera nada. Soy de los que opino que si la figura humana no aporta a la imagen mejor que no salga. O que salga por el mero recuerdo, que también hace ilusión, sin que la sesión de fotos llegue a prolongarse hasta lo absurdo. Esa figura es muy socorrida para tapar elementos no deseados.

Subimos un poco hacia las cascadas superiores hasta que un cartel nos cortó el paso. Estaban de obras. Parecía que un desprendimiento había afectado al camino.

Volvimos a gozar del paisaje en el regreso. La perspectiva era diferente e igual de apasionante.

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