El lecho se fue tiñendo de blanco
por la espuma de las aguas puras, de deshielo, que chocaban contra las rocas.
Crecía el ruido, se espesaba la masa humana, sin ser agobiante. El aire
transportaba un aroma verde, fresco, que limpiaba los pulmones. Por ello atrajo
a muchos amantes de la naturaleza que dejaron consignadas sus sensaciones en
textos y cuadros. El lugar no podía dejar indiferente a nadie con un mínimo de
sensibilidad.
No recuerdo el número de fotos
que hicimos. Siempre es mayor el primer día que entras en un nuevo ámbito, como
en nuestro caso. A veces, pienso que le damos demasiada importancia a las fotos,
a enlatar los lugares, y nos olvidamos de las sensaciones que se imprimen de
forma indeleble entre nuestro cerebro y nuestro corazón. Allí permanecen y
vuelven a nosotros infinitas veces para transformarse, cobrar nuevas vidas,
deleitarnos y enriquecernos. Con las cámaras antiguas había que seleccionar
mucho antes de dispararlas, o corrías el peligro de arruinarte al revelar las
fotos. Ahora regresas de los viajes con miles de fotos y quizá con muchos menos
sentimientos consolidados.
La brisa, que era bienvenida
para contrarrestar la llaga de sol que penetraba con fuerza en el cañón,
susurraba en su contacto con las ramas de los árboles y dejaba un aroma suave,
como de producto balsámico espolvoreado en el ambiente.
Me imaginé la tormenta de la
tarde anterior en este lugar encajado. La lluvia sería una muestra de la ira de
los dioses. Daría la impresión de que los paredones cerraban su boca y nos
devoraban de forma impenitente, castigando nuestra audacia. El río bajaría
enfervorizado, agitado, peligroso y vengativo, arrancaría todo lo que estuviera
en su camino, demostraría su soberanía consentida por los peñascos. Los árboles
claudicarían y se dejarían llevar corriente abajo, se atascarían, como en ese
momento observábamos.
Sentí que aquel cañón era una
fuente inagotable de aventuras. Siempre que le dejaran expresarse, claro. La
cascada era un incesante quejido que desangraba el misterioso vientre de la
montaña. Me gustaban esos espectáculos monótonos, como mantras de la
naturaleza, expresiones de fuerza que, sin embargo, penetraban en la mente con
delicadeza. Aquí el hombre era el invitado, o el invasor, según su actitud
devota u hostil, según que se infiltrara y colaborara o tratara de alterar lo
que llevaba siglos alimentando el equilibrio.
El puente que servía como
mirador sobre la cascada estaba a tope de gente que intentaba hacerse las fotos
para Instagram con los posados más antinaturales que se puede imaginar. Le di
preferencia a la cascada y renuncié a hacerme una foto con ella al fondo, que quizá
no me dijera nada. Soy de los que opino que si la figura humana no aporta a la
imagen mejor que no salga. O que salga por el mero recuerdo, que también hace
ilusión, sin que la sesión de fotos llegue a prolongarse hasta lo absurdo. Esa
figura es muy socorrida para tapar elementos no deseados.
Subimos un poco hacia las
cascadas superiores hasta que un cartel nos cortó el paso. Estaban de obras.
Parecía que un desprendimiento había afectado al camino.
Volvimos a gozar del paisaje en
el regreso. La perspectiva era diferente e igual de apasionante.
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