El siguiente circulito en
nuestro mapa, un must, como resaltaban en los folletos, era Johnston
Canyon. La soledad de la que habíamos disfrutado en nuestra anterior parada
había desaparecido. El parking estaba a parir y gracias a la habilidad y
decisión de José Ramón encontramos un hueco. La buena noticia es que se
acercaba a la hora de comer local y mucha gente abandonaba la ruta. La mayoría
eran familias con niños, entusiastas, sonrientes, gozadores. El sol pegaba con
justicia.
La senda se acurrucaba paralela
al río y aprovechando los huecos que permitía el estrecho cañón. El primer
objetivo eran las cascadas inferiores, a poco más de un kilómetro y media hora
de caminata. Las cascadas superiores estaban a 2,6 kilómetros e implicaban una
hora más.
El descubrimiento de este arroyo
y su paso entre las montañas se debió a un buscador de oro de nombre, claro
está, Johnston, quien en la década de 1880 se aventuró por estos lares en busca
de fortuna. Era una época en que los mineros se adentraban en las profundidades
de la montaña en busca de ríos auríferos. Recordemos a los buscadores de Juneau
y otros lugares de Alaska o del oeste de Canadá, o la posterior Fiebre del Oro
del Klondike cuando el siglo XIX tocaba a su fin. Johnston no encontró metales
preciosos, pero nos legó este tesoro paisajístico al que pusieron su nombre. El
lugar se convirtió en las décadas posteriores en una de las paradas casi
obligatorias de los visitantes. La familia Camp, Marguerite y Walter, se
establecieron aquí y gestionaron la casa de té que aún se conserva y que
dirigen sus descendientes.
El río bajaba animoso, sin
bravuconadas, cantarín, arropado por los enhiestos abetos que le protegían del sol.
Me encantó el juego de luces y sombras que dejaba aquel camino. Pronto se fue
estrechando y se magnificaron los acantilados. Los árboles tuvieron que
mantener el equilibrio como pudieron, se inclinaron sobre el arroyo o se
dejaron vencer por los elementos. Todo ello era un fantástico aderezo adicional
al paisaje encajado y virtuoso.
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