La primitiva carretera de Bow
Valley se construyó a principios del siglo XX como parte del Grand Circle que
unía tres de las grandes maravillas de las Rocosas: Banff, Yosemite y Grand
Canyon (el Gran Cañón del Colorado). El primer coche llegó a Banff en 1904 por
las vías del tren. El resto de la red viaria eran caminos más adecuados para
carros y caballerías. La heredera de aquella vía era la actual, paralela y
alternativa a la Transcanadiense highway, más rápida, aunque mucho menos
atractiva paisajísticamente. Las guías y la chica de la oficina de turismo
coincidían en su planteamiento, así que buscamos el desvío y empezamos su
recorrido. Mejor hacerlo con parsimonia, deleitándose con el paisaje del valle,
el río y las montañas que rondaban los tres mil metros.
Este tipo de valle montano o
alpino era un paraíso de flora y fauna. En invierno, la capa de nieve que se
acumulaba era más delgada que en otras zonas, lo que permitía alimentarse a los
animales que escarbaban hasta el estrato de nutrientes. Alces, ciervos y
muflones buscaban esa vegetación oculta que les permitía seguir con vida. Tras
ellos acudían los depredadores, como lobos o pumas.
La vía iba poco concurrida. En
el interior del vehículo no podíamos disfrutar del silencio general o de los
cantos de los pájaros, que se habían desplazado desde el sur del continente
para atiborrarse de insectos y liberar un poco a los sufridos turistas. Al
acercarnos a ríos y lagos corríamos el peligro de ser víctimas de tropeles de
mosquitos que podían señalarte la piel en segundos. Viva la migración de aves.
El valle era amplio y con la luz
del sol en su apogeo transmitía un optimismo impresionante. Nos desviamos hacia
una zona de picnic para contemplar ese sencillo espectáculo con calma. José
Ramón salió con su silbato antiosos, por si las moscas.
La carretera y el resto de la
red viaria había fragmentado el hábitat de los animales y dificultado su
movimiento. Había que conducir con prudencia ya que en cualquier momento se
podía cruzar un animal y tener un incidente. También había que extremar las
medidas al encontrar animales junto a la carretera. Mucha gente bajaba del
coche en busca de la foto suprema y se dirigía hacia ellos sin ser consciente
de que el animal podía reaccionar de forma imprevisible. Si le acompañaban sus
crías las defendería hasta la muerte... o hasta la muerte del intruso.
Aconsejaban mantener una distancia de unos 30 metros.
El lugar donde aparcamos era un
pequeño claro junto a una pequeña laguna. Los árboles lo abarcaban todo,
trepaban hacia las cimas severas y dejaban libre la parte más alta, pelada, sin
vegetación alguna. En invierno esas cumbres se poblaban de nieve, el valle
quedaba casi incomunicado (la carretera podía quedar temporalmente cerrada) y
los animales vagaban de un lado para otro en busca de comida o hibernaban, como
los osos. En verano, los animales marchaban a las zonas altas, más abundantes
en pastos.
Septiembre y octubre eran los
meses del apareamiento de los alces, según rezaba un panel, y mayo y junio eran
los de presentación en sociedad de sus crías, que empezaban a salir del bosque
para alimentarse con sus madres.
La vida fluía con vehemencia en
aquel hermoso lugar.
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