Toda la zona era muy popular,
tanto en invierno como en verano, algo similar a lo que ocurría en los Pirineos
o en los Alpes, por poner dos ejemplos cercanos para nosotros. En invierno se
esquiaba y en verano las actividades de aventura, el senderismo o la
contemplación de los paisajes tomaban el relevo. Después de dos temporadas
marcadas por la pandemia, ese año la gente había salido en tropel y había
invadido hasta el último rincón. No había una plaza libre en toda la zona y los
precios se habían disparado de forma escandalosa.
Regresamos al coche y buscamos
el camino para el hotel Banff Springs, uno de aquellos hoteles de lujo
construidos por la compañía ferroviaria en un estilo que imitaba los castillos
del Loira o los Tudor, algo pretencioso, desde luego, aunque impresionante. La
mejor forma de contemplarlo era desde Surprise Corner Viewpoint, un mirador al
otro lado del río. El hotel sobresalía imponente por encima del bosque, exento,
sacando pecho. Una nube baja parecía coronarlo con una boina blanca.
Desde allí nos dirigimos a las
Bow Falls. Esa cascada no era alta, pero estaba encajada en un lugar hermoso. Desde
allí el río Bow avanzaba sinuosamente entre rocas y montañas con espesos
bosques de coníferas que no parecían permitir que el ser humano se inmiscuyera
en sus asuntos. Con el cielo despejado relajaba su aspecto salvaje. Las aguas
eran de una claridad extrema. Bajaban bravas, sonrientes, cantarinas. Aquel
tramo del río alegraba la vista y el espíritu, seducía al visitante que
sentiría un deseo irrefrenable de quedarse en la zona a pescar, a pasear o
navegar en una barca neumática, como la que se peleaba en aquel momento con la
corriente. Una imagen bastante idílica.
Un grupo de ciclistas
estadounidenses nos pidió que les hiciéramos una foto. Era una buena forma de
recorrer las Rocosas, aunque nuestro físico no nos lo permitiera. Además,
exigía más días para completar los lugares deseados. Lo apunto para los
lectores más jóvenes e intrépidos.
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