Por la noche leí un rato la Guía
Michelin que me había dejado José Ramón para ilustrarme un poco sobre la
zona que íbamos a visitar en los siguientes días. Me centré en la Cordillera Canadiense.
Estaba formada por una doble hilera de montañas de picos afilados entre las
grandes llanuras y el Pacífico. Se había formado en el Terciario (hace unos 70
millones de años) y era una sucesión de plegamientos y fallas marcados por la
actividad volcánica.
La parte más oriental eran las Rocosas
canadienses, a las que accederíamos desde Calgary. Separada por mesetas y
cuencas interiores, más hacia Occidente, se alzaba la Cadena Costera que
acababa precipitándose sobre el Pacífico y que nos había acompañado durante
nuestro crucero a Alaska. Era la responsable también del Paso del Interior ya
que sus estribaciones insulares, sumergidas parcialmente, formaban las islas a
lo largo del litoral. La erosión de los glaciares y del mar había originado
esas escarpadas costas.
Habíamos sobrevolado la Cadena Costera
en el vuelo desde Vancouver. Ahora tocaba recorrer las llanuras intermedias
hasta internarnos en las Rocosas.
Hacia mediados del siglo XIX,
las tierras despobladas del oeste de Canadá constituían una tierra abierta que
ofrecía oportunidades a los emprendedores o a aquellos cuya desesperación les
arrojaba a una aventura incierta. Los que prosperaron se construyeron hermosas
casas de madera que han sido uno de los legados de aquella época. Durante
aquellos tiempos, crecieron ciudades con aspecto de campamento, a las que se
accedía por caminos embarrados y polvorientos. Su población era joven,
dinámica, dispuesta a todo para salir de la miseria y hacerse rica, todo a ser
posible en el más breve plazo posible. La Policía Montada del Canadá ponía
orden en aquel caos.
La jornada ofrecía muchos
atractivos, por lo que nos conjuramos para despertarnos pronto y evitar el
tráfico más denso de la ciudad y hacia las montañas. Lo hicimos poco después de
las cinco de la mañana, desayunamos en la habitación y bajamos algo después de
las seis. Nos esperaba la niebla agazapada a media altura de los poderosos
rascacielos. Quizá era un avance de la amenaza de lluvia para la una de la
tarde, según informó Jesús, muy pendiente siempre de las condiciones
meteorológicas.
Para nuestra sorpresa, poco
después de salir de la ciudad, que se desperezaba lentamente, nos recibió un
cielo azul claro con nubes finas y alargadas de panza violeta. Se iban
deshilachando y dejaban pasar un sol más bien belicoso, firme, que dejaba su
rastro en los campos verdes. La llanura era ondulada y con esporádicos
bosquecillos de coníferas.
Con las primeras montañas
regresaron las nubes, algodonosas, densas, acogedoras. Impedían la visión de la
parte más alta de la cordillera, que aún no había ganado su altura épica. Era
como una acariciante mano gigante que jugueteara con las laderas bajo la mirada
de las puntas de los abetos. Nos gustó esa imagen, que nos adelantaba la que
habían creado nuestras mentes con los mimbres de nuestra excitada imaginación.
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