Designed by VeeThemes.com | Rediseñando x Gestquest

Viaje a Alaska y Canadá 116. De las praderas a las montañas.

 


Por la noche leí un rato la Guía Michelin que me había dejado José Ramón para ilustrarme un poco sobre la zona que íbamos a visitar en los siguientes días. Me centré en la Cordillera Canadiense. Estaba formada por una doble hilera de montañas de picos afilados entre las grandes llanuras y el Pacífico. Se había formado en el Terciario (hace unos 70 millones de años) y era una sucesión de plegamientos y fallas marcados por la actividad volcánica.

La parte más oriental eran las Rocosas canadienses, a las que accederíamos desde Calgary. Separada por mesetas y cuencas interiores, más hacia Occidente, se alzaba la Cadena Costera que acababa precipitándose sobre el Pacífico y que nos había acompañado durante nuestro crucero a Alaska. Era la responsable también del Paso del Interior ya que sus estribaciones insulares, sumergidas parcialmente, formaban las islas a lo largo del litoral. La erosión de los glaciares y del mar había originado esas escarpadas costas.

Habíamos sobrevolado la Cadena Costera en el vuelo desde Vancouver. Ahora tocaba recorrer las llanuras intermedias hasta internarnos en las Rocosas.

Hacia mediados del siglo XIX, las tierras despobladas del oeste de Canadá constituían una tierra abierta que ofrecía oportunidades a los emprendedores o a aquellos cuya desesperación les arrojaba a una aventura incierta. Los que prosperaron se construyeron hermosas casas de madera que han sido uno de los legados de aquella época. Durante aquellos tiempos, crecieron ciudades con aspecto de campamento, a las que se accedía por caminos embarrados y polvorientos. Su población era joven, dinámica, dispuesta a todo para salir de la miseria y hacerse rica, todo a ser posible en el más breve plazo posible. La Policía Montada del Canadá ponía orden en aquel caos.



La jornada ofrecía muchos atractivos, por lo que nos conjuramos para despertarnos pronto y evitar el tráfico más denso de la ciudad y hacia las montañas. Lo hicimos poco después de las cinco de la mañana, desayunamos en la habitación y bajamos algo después de las seis. Nos esperaba la niebla agazapada a media altura de los poderosos rascacielos. Quizá era un avance de la amenaza de lluvia para la una de la tarde, según informó Jesús, muy pendiente siempre de las condiciones meteorológicas.

Para nuestra sorpresa, poco después de salir de la ciudad, que se desperezaba lentamente, nos recibió un cielo azul claro con nubes finas y alargadas de panza violeta. Se iban deshilachando y dejaban pasar un sol más bien belicoso, firme, que dejaba su rastro en los campos verdes. La llanura era ondulada y con esporádicos bosquecillos de coníferas.

Con las primeras montañas regresaron las nubes, algodonosas, densas, acogedoras. Impedían la visión de la parte más alta de la cordillera, que aún no había ganado su altura épica. Era como una acariciante mano gigante que jugueteara con las laderas bajo la mirada de las puntas de los abetos. Nos gustó esa imagen, que nos adelantaba la que habían creado nuestras mentes con los mimbres de nuestra excitada imaginación.

0 comments:

Publicar un comentario