Me coloqué junto a una señora de
Puerto Rico. Le llamaba la atención poderosamente el color azul del hielo. Le
comenté que era a causa de la pureza del agua y la acumulación de oxígeno.
Nuestra conversación continuó en relación con los hielos, que crecían de tamaño,
lo que debió causar un descenso en la velocidad del barco. Se imponía la
prudencia.
Y, de pronto, apareció la lengua
del glaciar que se dibujaba en su totalidad con ese tono azul pureza del que
habíamos estado hablando.
El barco se quedó como al
ralentí y notamos su vibración ligeramente. La ausencia de ruido ayudaba a
concentrarse en la imagen, en el sentimiento. Como en otras ocasiones, vacié mi
mente y dejé que ella hiciera lo que le diera la gana, que fuera impulsiva, que
no se reprimiera con nada. Me dejé llevar y acariciar por el momento.
Estuve expectante por si éramos
testigos de algún desprendimiento que provocara un espectáculo improvisado.
Había sido testigo de algunos pequeños aludes en mis experiencias como esquiador,
de la fractura de algún sector de hielo, pero nunca del desprendimiento de un
iceberg o de la fragmentación de uno de ellos. Por eso recurro a la descripción
de John Muir en Viajes por Alaska:
Cuando
una voluminosa masa se desprende de la parte superior agrietada de la muralla,
primero se deja oír un estruendo agudo, prolongado, atronador, que lentamente
deriva hacia un gruñido susurrante, seguido de numerosos sonidos menores,
consistentes en rechinamientos y golpes causados por la agitación de los
bloques, que danzan en las olas como dando la bienvenida al recién llegado. Y a
éstos, a su vez, les siguen el chapoteo y el fragor de las olas que se elevan y
rompen en la playa, contra las morrenas. Pero los mayores y más hermosos
bloques, a diferencia de los que caían de la parte superior de la muralla,
expuesta a la intemperie, surgían de la parte sumergida con un estrépito aún
mayor, emergiendo con tremendo fragor y conmocionando la pared casi hasta
arriba. Toneladas de agua se derramaban como cabelleras por sus costados,
hundiéndose y resurgiendo una y otra vez antes de colocarse finalmente en
perfecto equilibrio, libres después de haber formado parte durante siglos del
glaciar que se arrastraba con lentitud.
El barco empezaba a girar y a
realizar la maniobra para reorientarlo hacia la salida. Lo intemporal se quebró
y dio paso a la realidad del regreso. Fuimos retirándonos.
En una de las fotos que había
realizado Jesús el lugar se georreferenciaba como cercano a Wrangell, en la isla
de Petersburg.
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