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Viaje a Alaska y Canadá 99. El fiordo de Endicott II

 


Me coloqué junto a una señora de Puerto Rico. Le llamaba la atención poderosamente el color azul del hielo. Le comenté que era a causa de la pureza del agua y la acumulación de oxígeno. Nuestra conversación continuó en relación con los hielos, que crecían de tamaño, lo que debió causar un descenso en la velocidad del barco. Se imponía la prudencia.

Y, de pronto, apareció la lengua del glaciar que se dibujaba en su totalidad con ese tono azul pureza del que habíamos estado hablando.

El barco se quedó como al ralentí y notamos su vibración ligeramente. La ausencia de ruido ayudaba a concentrarse en la imagen, en el sentimiento. Como en otras ocasiones, vacié mi mente y dejé que ella hiciera lo que le diera la gana, que fuera impulsiva, que no se reprimiera con nada. Me dejé llevar y acariciar por el momento.



Estuve expectante por si éramos testigos de algún desprendimiento que provocara un espectáculo improvisado. Había sido testigo de algunos pequeños aludes en mis experiencias como esquiador, de la fractura de algún sector de hielo, pero nunca del desprendimiento de un iceberg o de la fragmentación de uno de ellos. Por eso recurro a la descripción de John Muir en Viajes por Alaska:

Cuando una voluminosa masa se desprende de la parte superior agrietada de la muralla, primero se deja oír un estruendo agudo, prolongado, atronador, que lentamente deriva hacia un gruñido susurrante, seguido de numerosos sonidos menores, consistentes en rechinamientos y golpes causados por la agitación de los bloques, que danzan en las olas como dando la bienvenida al recién llegado. Y a éstos, a su vez, les siguen el chapoteo y el fragor de las olas que se elevan y rompen en la playa, contra las morrenas. Pero los mayores y más hermosos bloques, a diferencia de los que caían de la parte superior de la muralla, expuesta a la intemperie, surgían de la parte sumergida con un estrépito aún mayor, emergiendo con tremendo fragor y conmocionando la pared casi hasta arriba. Toneladas de agua se derramaban como cabelleras por sus costados, hundiéndose y resurgiendo una y otra vez antes de colocarse finalmente en perfecto equilibrio, libres después de haber formado parte durante siglos del glaciar que se arrastraba con lentitud.



El barco empezaba a girar y a realizar la maniobra para reorientarlo hacia la salida. Lo intemporal se quebró y dio paso a la realidad del regreso. Fuimos retirándonos.

En una de las fotos que había realizado Jesús el lugar se georreferenciaba como cercano a Wrangell, en la isla de Petersburg.

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