Aquel día habíamos realizado
planes independientes, Javier y José Ramón, por una parte, y Jesús y yo, por
otra. No coincidimos salvo en el desayuno y en la cena. El barco era tan
inmenso que podías vagar por él sin encontrar a nadie conocido. Era una ventaja
para mantener tu espacio, pero era una faena para organizar planes conjuntos.
Javier y José Ramón se habían
encontrado con nuestros compañeros de mesa en Haines mientras tomaban una
cerveza. Habían charlado abundantemente de todo un poco y habían profundizado
en algunos temas, incluso de política, un tema escabroso con la mayoría de la
gente. Eran gente agradable y martina nos había tomado cariño. Preguntaba por
nosotros a menudo. Carlota estaba siempre pendiente de su hermana.
El espectáculo de aquella noche estaba
dedicado a las estrellas del rock. Cantaron canciones de Michael Jackson,
Sting, Santana, Elvis y muchos otros con unas coreografías sugerentes. Fueron
45 minutos bien elaborados que arrancaron los entusiastas aplausos del público,
entregado a la causa de la diversión y el goce.
Al terminar no sabíamos muy bien
qué hacer. Nos esperaba un nuevo madrugón, aunque no estábamos muy dispuestos a
irnos a dormir tan pronto, por lo que dimos un paseo por el barco y nos fuimos,
sin demasiada convicción, a la discoteca de la cubierta 13. El panorama no era
demasiado desolador. Tampoco animaba mucho. Algunos pasajeros bailaban al tran
tran. José Ramón propuso salir a la pista y yo no opuse ninguna resistencia.
Empezamos a bailar de la forma
más estrambótica que se nos ocurrió y para nuestra sorpresa fuimos secundados
por un grupo de cuatro jóvenes de aspecto oriental que eran de Vancouver. Se
pusieron a imitarnos, lo cual nos animó a ser más gamberros y poco después
estábamos todos bailando en grupo y animando el cotarro. Tanto, que todos los
que se asomaban a la discoteca se quedaban y algunos entraban en la pista por
el buen ambiente que reinaba.
El tiempo de pandemia había sido
devastador para los que nos gusta bailar. De ser algo habitual pasó a ser algo tan
esporádico que fue excepcional. ¡Qué ganas teníamos de bailar y corrernos una
juerga! El crucero nos ofreció la posibilidad de quitarnos la espina y disfrutar
desenfrenadamente.
A partir de aquel momento fuimos
considerados los bailones de la discoteca, un gran honor, sin duda.
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