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Viaje a Alaska y Canadá 96. Saliendo de Haines.


 

Si aún llevara mi antigua cámara analógica me hubiera costado una fortuna el revelado de los carretes y la impresión de las fotos porque estuve continuamente fotografiando detalles, como el glaciar que se perfilaba a popa y que no había percibido hasta que no nos pusimos en movimiento. Aunque nada igualaría a la grandiosa realidad, al conjunto de elementos que la providencia puso en este lugar apartado del planeta para disfrute de expedicionarios… o cruceristas.

La primera línea de montañas redondeadas y cubiertas de bosque, que se vestía de intensa oscuridad, cedió el protagonismo a las cordilleras de picos nevados.



A pesar de los sonidos monótonos del barco (su motor, los pasos de los pasajeros, los jugadores de ping pong, las conversaciones de quienes aguantaban junto a la barandilla) se respiraba paz, regresabas a tiempos primigenios en que la naturaleza era la dominante y el hombre un mero actor secundario que permitía esa naturaleza. Se sucedían los glaciares, los islotes bajos. El otro crucero jugaba al escondite tomando otra ruta y en un momento creí que nos iba a decir adiós y que nos dejaría solos. Reapareció poco después tras esa escapada misteriosa.

No sé si bajó el frío o si estaba tan helado que ya no tenía sensibilidad en el cuerpo. Las nubes no querían que nos olvidáramos de ellas y contribuían a la belleza del atardecer permitiendo un fogonazo de luz lejana.

El barco me sedujo con su música. Me dejé captar por su calor.

Los usuarios del jacuzzi parecían no sentir el frío. O temían que si se movían perdieran sus posiciones. Empezaron a aparecer pasajeros con copas de vino, combinados y algo de comida. A muchos de ellos les daba igual el paisaje. Sin embargo, se fue formando un grupo de curiosos que intentaron desentrañar la belleza de Alaska en todo momento.

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