Si aún llevara mi antigua cámara
analógica me hubiera costado una fortuna el revelado de los carretes y la
impresión de las fotos porque estuve continuamente fotografiando detalles, como
el glaciar que se perfilaba a popa y que no había percibido hasta que no nos
pusimos en movimiento. Aunque nada igualaría a la grandiosa realidad, al
conjunto de elementos que la providencia puso en este lugar apartado del
planeta para disfrute de expedicionarios… o cruceristas.
La primera línea de montañas
redondeadas y cubiertas de bosque, que se vestía de intensa oscuridad, cedió el
protagonismo a las cordilleras de picos nevados.
A pesar de los sonidos monótonos
del barco (su motor, los pasos de los pasajeros, los jugadores de ping pong,
las conversaciones de quienes aguantaban junto a la barandilla) se respiraba
paz, regresabas a tiempos primigenios en que la naturaleza era la dominante y
el hombre un mero actor secundario que permitía esa naturaleza. Se sucedían los
glaciares, los islotes bajos. El otro crucero jugaba al escondite tomando otra
ruta y en un momento creí que nos iba a decir adiós y que nos dejaría solos.
Reapareció poco después tras esa escapada misteriosa.
No sé si bajó el frío o si
estaba tan helado que ya no tenía sensibilidad en el cuerpo. Las nubes no
querían que nos olvidáramos de ellas y contribuían a la belleza del atardecer
permitiendo un fogonazo de luz lejana.
El barco me sedujo con su música.
Me dejé captar por su calor.
Los usuarios del jacuzzi
parecían no sentir el frío. O temían que si se movían perdieran sus posiciones.
Empezaron a aparecer pasajeros con copas de vino, combinados y algo de comida.
A muchos de ellos les daba igual el paisaje. Sin embargo, se fue formando un
grupo de curiosos que intentaron desentrañar la belleza de Alaska en todo
momento.
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