Desde fuerte Seward caminamos
hasta un cruce que nos llevó, a la derecha, hasta el centro de la población.
Más allá quedaba la escuela elemental y el high school. Tenían a gala
que el año pasado se habían licenciado más de una docena de alumnos. No debía
de ser fácil completar los estudios y no dejarse seducir por salidas más
fáciles.
La calle principal se acabó
pronto. No ofrecía grandes atractivos. Entre ellos estaba el museo del martillo,
que reunía mil doscientos martillos de diversos usos en una casita atractiva, y
el museo Sheldon con un conjunto de objetos de la zona y un tótem en el jardín.
Jesús compró un bonito tótem de
madera hecho en Alaska. El comerciante estaba satisfecho porque había vendido
otro igual en esa mañana. Era su día de suerte. La tienda estaba bien montada.
Mientras pagaba ojeé el periódico local. No quería acumular más papeles así que
lo devolví a su montón.
Bajamos al waterfront, junto
al puerto deportivo. No era fácil conseguir un amarre en el mismo porque había
más barcos que posibilidades de acogerlos. Los pantalanes eran móviles debido a
la fuerte influencia de las mareas. En el aparcamiento del puerto había varias
autocaravanas enormes y de cierto lujo. Podría ser la mejor manera de visitar
la zona, a tu aire, con la casa a cuestas, con libertad y buenos servicios. No
se podía acampar en cualquier sitio, como ya habíamos comprobado por los
carteles de varios aparcamientos en los miradores. Desde allí la vista era
imponente: la amplia bahía, los cruceros, el fuerte Seward a la derecha, las
montañas envolviéndolo todo, el sol crecido al no encontrar nubes que limitaran
su influencia.
No había mucho más que hacer así
que subimos al barco para comer en el buffet y descansar un rato. La siesta se
prolongó hasta las 4:30.
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