Conformaron los grupos y nos
pusieron con dos matrimonios de bastante volumen y un señor que se parecía
enormemente al presidente Obama y con el que habíamos coincidido en la
excursión de ballenas de Sitka. Nos colocaron a Jesús y a mí en la zona de
proa. En el centro iba Docky, que demostró su gran pericia y fuerza. No dudó un
instante cuando había que saltar de la embarcación para desencallar la misma,
algo bastante habitual por el escaso calado del cauce.
La maniobra más peligrosa, quizá
la única, era la salida. El río iba bravo y la embarcación tomó velocidad rápidamente,
enfiló hacia la orilla, donde esperaban unas ramas bajas que había que sortear
escondiendo la cabeza entre las piernas y bajando el cuerpo hacia el fondo.
Superamos la prueba. Aquello fue mucho más excitante de lo que parecía.
Los bancos de arena y cantos
rodados formados por el arrastre de materiales del río y los troncos y ramas
que se alojaban por todas partes eran los obstáculos a salvar. Nada impidió que
Docky nos llevara con pericia.
La corriente nos arrastró hasta
la otra orilla con la ayuda de un meandro. Un fenómeno fantasmagórico nos
esperaba. Las nubes de niebla de la mañana se habían agazapado en la parte baja
ocultando la orilla. Los troncos flotaban sobre ella. Querían que el visitante
hiciera un ejercicio de imaginación, quizá para que se relajara y no hiciera
mala sangre con los peligros que le acechaban. Era como penetrar en la laguna
Estigia. Instintivamente lancé una mirada a Docky y comprobé que no tenía
aspecto de Caronte, aunque probablemente era mucho más hábil que el barquero
mitológico. La orilla tampoco tenía pinta de ser el Hades, aunque se ocultara
entre la niebla y dejara pasar entre los velos de gasa mística una imagen
indefinida que tanto podía ser del paraíso como del infierno.
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