Realizamos una parada para ir al
servicio y estirar las piernas. Los
troncos de los árboles no dejaban demasiado espacio para contemplar el paisaje
que con tanto celo guardaban. Eran serbales, pinos, álamos tricocarpa y otras
especies que no sabía distinguir y que me ilustró después Jesús, que estaba
atento a todas las explicaciones.
Lo que me llamó la atención fue
una cabaña de madera que miraba al río. La parte inferior, donde habían instalado
una mesa y dos bancos, estaba anegada por la crecida. Traté de imaginar cómo
sería la persona que había elegido un lugar tan recóndito para hacerse una
cabaña básica y solitaria. Sería un alma que quisiera comulgar con la
naturaleza, que le gustara el aislamiento. Quizá huía de la sociedad, con la
que compartiría pocos puntos de convergencia. No sé si podría resistir allí
unos días, a pesar de que siempre he querido disponer de un lugar donde pasar
del mundo, donde pudiera escribir sin interrupciones, un lugar donde poder
buscarme y quizá encontrarme. Alquilar una casita junto a un lago o un río y
pasar una semana en un entorno saludable era uno de los grandes deseos de los
americanos, tanto canadienses como estadounidenses.
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