Nuestras excursiones salían a
las 7:45. Javier y José Ramón habían contratado otra excursión que les llevaría
al lago Chilkoot. Desayunamos juntos y nos separamos en el muelle dirigiéndonos
cada uno a donde se juntaba su grupo.
Haines estaba situada en una
amplia bahía o ensenada en donde confluían los ríos Chilkat y Chilkoot, ríos de
origen glaciar y generoso caudal que hacía pensar más en lagos alargados que en
ríos. La bahía estaba rodeada de montañas en cuyas cimas se asomaban nieves
perpetuas.
Nos encontrábamos a unos 120 kilómetros
de Juneau y, según la guía de El país Aguilar, la población fue fundada en 1881
por misioneros presbiterianos. Los indígenas bautizaron el lugar como Deishu, “el
final del camino”. Y uno se preguntaba a quiénes vinieron a evangelizar en este
lugar in the middle of nowhere, como escuché a un señor mayor de nuestro
grupo. Porque su belleza era proporcional a su aislamiento y a la sensación de
que estábamos más allá del lema de Alaska, The Last frontier. Un español
diría que estábamos más allá de donde Cristo perdió el zapato.
La pesca fue su primera fuente
de atracción para quienes estuvieran dispuestos a vivir en un lugar donde
podías quedar aislado en casa durante seis meses, el verano se prolongaba tan
solo dos y solían disfrutar de 15 días de sol. Uno de ellos nos cayó en gracia
e iluminó con generosidad toda la geografía de la que pudimos gozar. En Alaska disfrutan
de 87 días de luz ininterrumpida y de 67 días de oscuridad absoluta.
A principios del siglo XX ya
estaba estructurada la actividad pesquera y su paralela industria conservera.
Hacia 1902-3 construyeron el fuerte Seward, que tomaba su nombre del Secretario
de Estado del Presidente Andrew Jackson, quien instó la compra de Alaska a los
rusos. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial el principal centro militar de
Alaska se desplazó de Haines a Sitka y el pueblo languideció durante décadas. Cinco
veteranos de guerra compraron el fuerte y establecieron algunos negocios.
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