En todos los viajes, incluso en
los de corta duración, sufres periodos sin alma. Pueden ser instantes aislados
que posteriormente se disuelven en la vorágine del resto de los hechos
encantadores, o tiempos muertos que crean una extraña desazón. Para los que costosamente
encajamos los viajes entre nuestra actividad profesional o laboral, cada día es
un pequeño tesoro y la pérdida de una mañana o una tarde es una frustración
terrible.
Aquél fue un día de transición,
un cambio de tercio en el viaje, un traslado desde el ámbito de la costa al del
interior, desde el mar hacia las praderas y las montañas. Como ambos estaban
separados por algo más de mil kilómetros, cualquier solución pasaba por
invertir o perder al menos una de esas valiosas unidades de tiempo que tanto
nos había costado juntar para disfrutar del viaje. Se imponía la paciencia.
Nos levantamos pronto, poco
después de las 6, ya que habíamos quedado para desayunar a las 7 en el buffet. A
pesar de que la nueva hora del vuelo nos daba un amplio margen para trasladarnos
al aeropuerto y facturar, no habíamos modificado la hora solicitada para los
trámites del desembarco.
Estaba claro que el idilio del
pasaje con el crucero había concluido y que los clientes estaban deseosos de
pisar tierra e iniciar nuevas aventuras o comenzar un merecido descanso. A
aquella hora el buffet estaba petado, los rostros cenicientos y las prisas se
habían apropiado de los pasajeros.
No encontramos hueco para los
cuatro, así que Jesús y yo nos sentamos en una mesa circular, con el permiso de
una amable señora. José Ramón y Javier lo hicieron en otra no muy alejada de la
nuestra. Nuestros diálogos se hubieran podido escribir íntegramente en una caja
de cerillas.
El barco había atracado sobre
las 6 de la mañana. Nos habíamos perdido la entrada a puerto bajo el sol del
amanecer. Quien hubiera aplazado la contemplación de ese espectáculo de la bahía
para el regreso del barco se había quedado con un par de palmos de narices. Ni
siquiera cuando terminamos de desayunar subimos a las cubiertas superiores para
contemplar desde ese privilegiado mirador el puerto, la bahía y la ciudad
asomada al mar, que tanto nos había cautivado una semana antes. Hasta ese punto
llegaba nuestro divorcio. Quizá estábamos siendo injustos.
No acompañaba el cielo,
acorazado tras una trabada formación de nubes grises, en sintonía con nuestro
ánimo. El pronóstico era de lluvia a lo largo del día. Así alimentaríamos menos
la nostalgia por Vancouver. Sin embargo, nuestro amor por la ciudad sería
indestructible y siempre la recordaremos como la maravillosa urbe que
verdaderamente era. La temperatura era suave.
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