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Viaje a Alaska y Canadá 112. Una jornada de transición.


 

En todos los viajes, incluso en los de corta duración, sufres periodos sin alma. Pueden ser instantes aislados que posteriormente se disuelven en la vorágine del resto de los hechos encantadores, o tiempos muertos que crean una extraña desazón. Para los que costosamente encajamos los viajes entre nuestra actividad profesional o laboral, cada día es un pequeño tesoro y la pérdida de una mañana o una tarde es una frustración terrible.

Aquél fue un día de transición, un cambio de tercio en el viaje, un traslado desde el ámbito de la costa al del interior, desde el mar hacia las praderas y las montañas. Como ambos estaban separados por algo más de mil kilómetros, cualquier solución pasaba por invertir o perder al menos una de esas valiosas unidades de tiempo que tanto nos había costado juntar para disfrutar del viaje. Se imponía la paciencia.

Nos levantamos pronto, poco después de las 6, ya que habíamos quedado para desayunar a las 7 en el buffet. A pesar de que la nueva hora del vuelo nos daba un amplio margen para trasladarnos al aeropuerto y facturar, no habíamos modificado la hora solicitada para los trámites del desembarco.



Estaba claro que el idilio del pasaje con el crucero había concluido y que los clientes estaban deseosos de pisar tierra e iniciar nuevas aventuras o comenzar un merecido descanso. A aquella hora el buffet estaba petado, los rostros cenicientos y las prisas se habían apropiado de los pasajeros.

No encontramos hueco para los cuatro, así que Jesús y yo nos sentamos en una mesa circular, con el permiso de una amable señora. José Ramón y Javier lo hicieron en otra no muy alejada de la nuestra. Nuestros diálogos se hubieran podido escribir íntegramente en una caja de cerillas.

El barco había atracado sobre las 6 de la mañana. Nos habíamos perdido la entrada a puerto bajo el sol del amanecer. Quien hubiera aplazado la contemplación de ese espectáculo de la bahía para el regreso del barco se había quedado con un par de palmos de narices. Ni siquiera cuando terminamos de desayunar subimos a las cubiertas superiores para contemplar desde ese privilegiado mirador el puerto, la bahía y la ciudad asomada al mar, que tanto nos había cautivado una semana antes. Hasta ese punto llegaba nuestro divorcio. Quizá estábamos siendo injustos.

No acompañaba el cielo, acorazado tras una trabada formación de nubes grises, en sintonía con nuestro ánimo. El pronóstico era de lluvia a lo largo del día. Así alimentaríamos menos la nostalgia por Vancouver. Sin embargo, nuestro amor por la ciudad sería indestructible y siempre la recordaremos como la maravillosa urbe que verdaderamente era. La temperatura era suave.

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