Cuando regresé al camarote Jesús
ya había hecho su maleta. Me duché y salimos a cenar al restaurante formal.
Repetí camisa a cuadros y vaqueros, lo mismo que llevaría para el desembarco.
Estábamos en la última noche de
crucero y, sin embargo, no lograba acostumbrarme a entrar a cenar con el sol
aun combativo en el horizonte y una luz bastante fornida. Aquello parecía más
propio de una merienda, ni siquiera de lo que llamaríamos merienda-cena. Claro
que las actividades posteriores a la cena no se prolongaban hasta altas horas
de la noche. Terminábamos de cenar con el atardecer, lo que me tenía bastante
descolocado, quizá aderezado con los últimos coletazos del jet lag. Aquella
última noche siguió la misma tónica.
José Ramón y Javier habían
propuesto hacer un regalo a Martina. Se encargaron ellos de comprar un oso
polar de peluche que era una mochila, preciosa, amorosa, simpática. La familia
llegó con nuestro segundo plato. Cuando terminaron ellos el primero, me acerqué
a Martina y le pregunté cariñosamente si se había portado bien y ella lo afirmó,
por supuesto. Le entregué la bolsa, la abrió y brillaron sus ojos. Marta, su
madre, se emocionó por el detalle y soltó unas lagrimillas que nos emocionaron
a todos. Si nuestro vínculo se había fortalecido a lo largo de los días de
crucero, desde aquel momento fue mucho mayor. Era un vínculo de buenos amigos. Intercambiamos
los teléfonos y correos y nos emplazamos para vernos en Madrid o en Barcelona. Verdaderamente,
eran entrañables.
El espectáculo de despedida, Farewell
Show, reunía a todo el equipo del barco. John, el director del crucero,
hizo la presentación, resaltó, por supuesto, que éramos los mejores pasajeros
del mundo, remachó su compromiso, en nombre de toda la tripulación, de servicio
y amistad y trabajó nuestra nostalgia por la separación.
Cantó con Katrina, salieron las
cantantes y el cuerpo de baile. Don Gavin, el humorista, nos regaló unos gags
de osos que sorprendían inesperadamente a algún pasajero, dejó caer que los
canadienses eran un tanto sosos y remató con algunos chistes que no entendimos.
Después apareció el ventrílocuo, Michael Harrison. Jugó con una pulga
imaginaria, presentó a su muñeco principal, JJ, y al solicitar la colaboración
del público designó a José Ramón, que se había sentado en la primera fila.
Ejecutó una caricatura con las instrucciones que le daba su muñeco. Lo más
curioso es que la caricatura movía los ojos y la boca, para deleite de todos. Se
la regaló a José Ramón, que a partir de ese momento contó con una amplia
popularidad entre el pasaje, que le saludaba en los ascensores o en los
pasillos pronunciando su nombre, Hosé, con la h aspirada simulando la
jota, lo cual despertó nuestra hilaridad. No hay nada mejor que ir en compañía
de un famoso.
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