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Viaje a Alaska y Canadá 110. Última cena, último espectáculo.


 

Cuando regresé al camarote Jesús ya había hecho su maleta. Me duché y salimos a cenar al restaurante formal. Repetí camisa a cuadros y vaqueros, lo mismo que llevaría para el desembarco.

Estábamos en la última noche de crucero y, sin embargo, no lograba acostumbrarme a entrar a cenar con el sol aun combativo en el horizonte y una luz bastante fornida. Aquello parecía más propio de una merienda, ni siquiera de lo que llamaríamos merienda-cena. Claro que las actividades posteriores a la cena no se prolongaban hasta altas horas de la noche. Terminábamos de cenar con el atardecer, lo que me tenía bastante descolocado, quizá aderezado con los últimos coletazos del jet lag. Aquella última noche siguió la misma tónica.

José Ramón y Javier habían propuesto hacer un regalo a Martina. Se encargaron ellos de comprar un oso polar de peluche que era una mochila, preciosa, amorosa, simpática. La familia llegó con nuestro segundo plato. Cuando terminaron ellos el primero, me acerqué a Martina y le pregunté cariñosamente si se había portado bien y ella lo afirmó, por supuesto. Le entregué la bolsa, la abrió y brillaron sus ojos. Marta, su madre, se emocionó por el detalle y soltó unas lagrimillas que nos emocionaron a todos. Si nuestro vínculo se había fortalecido a lo largo de los días de crucero, desde aquel momento fue mucho mayor. Era un vínculo de buenos amigos. Intercambiamos los teléfonos y correos y nos emplazamos para vernos en Madrid o en Barcelona. Verdaderamente, eran entrañables.

El espectáculo de despedida, Farewell Show, reunía a todo el equipo del barco. John, el director del crucero, hizo la presentación, resaltó, por supuesto, que éramos los mejores pasajeros del mundo, remachó su compromiso, en nombre de toda la tripulación, de servicio y amistad y trabajó nuestra nostalgia por la separación.

Cantó con Katrina, salieron las cantantes y el cuerpo de baile. Don Gavin, el humorista, nos regaló unos gags de osos que sorprendían inesperadamente a algún pasajero, dejó caer que los canadienses eran un tanto sosos y remató con algunos chistes que no entendimos. Después apareció el ventrílocuo, Michael Harrison. Jugó con una pulga imaginaria, presentó a su muñeco principal, JJ, y al solicitar la colaboración del público designó a José Ramón, que se había sentado en la primera fila. Ejecutó una caricatura con las instrucciones que le daba su muñeco. Lo más curioso es que la caricatura movía los ojos y la boca, para deleite de todos. Se la regaló a José Ramón, que a partir de ese momento contó con una amplia popularidad entre el pasaje, que le saludaba en los ascensores o en los pasillos pronunciando su nombre, Hosé, con la h aspirada simulando la jota, lo cual despertó nuestra hilaridad. No hay nada mejor que ir en compañía de un famoso.

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