El día había sido un poco soso.
Tuve una sensación extraña y me quejé por no haber sabido extraer de esa
jornada todo su jugo. Me había quejado del tiempo, que no había acompañado
mucho y recordé las condiciones en que navegaron nuestros compatriotas allá por
finales del siglo XVIII. Ellos sí que hubieran podido entonar todo tipo de
improperios sobre las incomodidades de su travesía. Lo reflejaba un fragmento
de uno de los diarios de Bodega y Cuadra, que leí en un estudio de Salvador
Bernabert Albert:
Conducido
desde Cádiz al puerto de Veracruz, se puso en marcha con la mayor aceleración
para el departamento de San Blas (situado a la costa del sur), despreciando las
incomodidades que ofrece un camino de más de trescientas leguas y, animado de
la justa idea de este empeño, tomó el mando de la goleta Sonora y en conserva
de la fragata Santiago se hizo a la vela con la orden de subir todo lo posible
al polo del norte de la California; más, poco le duró este auxilio, pues sobre
los cuarenta y nueve grados, en una tenebrosa noche, se separó el comandante y
arribó al puerto más cercano contagiada su tripulación.
Avanzada
ya la estación propia para estos viajes, escaso de aguada, amenazando el
escorbuto, falto de cirujano, sin un capellán que sirviese a los consuelos
espirituales y, para decirlo más breve, expuesto a las decisiones de una suerte
difícil, se resolvió continuar la expedición por sí solo, poniendo su confianza
en el Todopoderoso y sus esfuerzos en el honor, y en la conducta y modo de
manejar aquel corto número de hombres de su mando, que miro como unas víctimas
del valor, desamparados de todo recurso humano, y hecha esta resolución, ella,
la constancia y el deseo de servir a V.M., haciendo posible lo imposible,
resistiendo con la mayor firmeza de ánimo los desvelos, los conflictos y los
continuos riesgos que a cada momento ofrecía un buque de 18 codos de quilla y 6
de manga, tripulado con diez hombres, de suerte que con la mayor admiración
veía que se iban granjeando altura lidiando con los más furiosos huracanes en la
mar, con los mayores riesgos en la costa y aún más que todo con el siempre
temible escorbuto que apartaba la total ruina de los que iban entregados a la
fortuna en la goleta.
Ni estos
trabajos, ni la incertidumbre del fin que tanto mortificaba la imaginación
vencieron la constancia de este vasallo de V.M., porque, convencido ya en morir
antes que retroceder, y habiendo logrado poner en los corazones de aquellos
infelices un heroísmo que les hacía disputar la preferencia en los peligros,
consiguió llegar hasta los 58 grados. Tampoco pudieron estos conflictos ocupar
su ánimo de modo que no dejasen hueco para atender a otras partes demasiado
interesantes, y así, en medio de estos afanes, que jamás podrán manifestarse
adecuadamente, tuvo bastante serenidad para advertir los defectos padecidos en
las más célebres cartas que quisieron dar idea de esta navegación, levantando
exactos planos de la costa y de los puertos de los Remedios, Bucareli y Bodega,
que descubrió y tomó posesión en nombre de V.M., haciendo que éste lo
pronunciaran sus habitantes, y que resonasen aquellas nuevas regiones tan
respetable y glorioso eco con visibles demostraciones de júbilo y gustosa aclamación
de los naturales.
Este
buen suceso, Señor, se consiguió a los (borrón) meses, 12 días de navegación. Los
6 se vio precisado a mantenerse a media ración del caldero del equipaje, su
ropa tuvo que repartirla entre los más necesitados y enfermos, y solo de este
modo y el halago pudo sostener su resolución. Si fueron grandes los trabajos,
desvelos y cuidados que sufrió, mayor en la satisfacción de haber aumentado a
V.M. sus dominios, y satisfecho la confianza en suma, logró volver al puerto
casi baldado de escorbuto, con siete hombres menos que le mataron los indios y
con el corto resto ya enferma y postrada.
Un barco de 18 codos (entre 9 y
10 metros) era como un velero deportivo que se enfrentaba a un mar embravecido,
escaso de provisiones (que se lo contaran a los salvajes devoradores de
calorías), aquejada de escorbuto su tripulación. Sólo la fe y el honor los
mantendrían vivos. ¡Y nosotros nos quejábamos del aburrimiento! Cada vez era
más consciente de que nos había tocado vivir una época privilegiada y que las
comodidades habían dinamitado nuestra capacidad para sufrir o para aguantar las
molestias, los reveses, las incomodidades. Las medidas de seguridad eran omnipresentes.
Me fijé en las lanchas de desembarco o los botes salvavidas, que hubieran sido
el mayor objeto de deseo de aquellos pioneros.
Viajábamos demasiado
cómodamente.
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