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Viaje a Alaska y Canadá 109. La navegación de nuestros antepasados.


 

El día había sido un poco soso. Tuve una sensación extraña y me quejé por no haber sabido extraer de esa jornada todo su jugo. Me había quejado del tiempo, que no había acompañado mucho y recordé las condiciones en que navegaron nuestros compatriotas allá por finales del siglo XVIII. Ellos sí que hubieran podido entonar todo tipo de improperios sobre las incomodidades de su travesía. Lo reflejaba un fragmento de uno de los diarios de Bodega y Cuadra, que leí en un estudio de Salvador Bernabert Albert:

Conducido desde Cádiz al puerto de Veracruz, se puso en marcha con la mayor aceleración para el departamento de San Blas (situado a la costa del sur), despreciando las incomodidades que ofrece un camino de más de trescientas leguas y, animado de la justa idea de este empeño, tomó el mando de la goleta Sonora y en conserva de la fragata Santiago se hizo a la vela con la orden de subir todo lo posible al polo del norte de la California; más, poco le duró este auxilio, pues sobre los cuarenta y nueve grados, en una tenebrosa noche, se separó el comandante y arribó al puerto más cercano contagiada su tripulación.

Avanzada ya la estación propia para estos viajes, escaso de aguada, amenazando el escorbuto, falto de cirujano, sin un capellán que sirviese a los consuelos espirituales y, para decirlo más breve, expuesto a las decisiones de una suerte difícil, se resolvió continuar la expedición por sí solo, poniendo su confianza en el Todopoderoso y sus esfuerzos en el honor, y en la conducta y modo de manejar aquel corto número de hombres de su mando, que miro como unas víctimas del valor, desamparados de todo recurso humano, y hecha esta resolución, ella, la constancia y el deseo de servir a V.M., haciendo posible lo imposible, resistiendo con la mayor firmeza de ánimo los desvelos, los conflictos y los continuos riesgos que a cada momento ofrecía un buque de 18 codos de quilla y 6 de manga, tripulado con diez hombres, de suerte que con la mayor admiración veía que se iban granjeando altura lidiando con los más furiosos huracanes en la mar, con los mayores riesgos en la costa y aún más que todo con el siempre temible escorbuto que apartaba la total ruina de los que iban entregados a la fortuna en la goleta.


Imán de armadura. Museo Naval de Madrid.

Ni estos trabajos, ni la incertidumbre del fin que tanto mortificaba la imaginación vencieron la constancia de este vasallo de V.M., porque, convencido ya en morir antes que retroceder, y habiendo logrado poner en los corazones de aquellos infelices un heroísmo que les hacía disputar la preferencia en los peligros, consiguió llegar hasta los 58 grados. Tampoco pudieron estos conflictos ocupar su ánimo de modo que no dejasen hueco para atender a otras partes demasiado interesantes, y así, en medio de estos afanes, que jamás podrán manifestarse adecuadamente, tuvo bastante serenidad para advertir los defectos padecidos en las más célebres cartas que quisieron dar idea de esta navegación, levantando exactos planos de la costa y de los puertos de los Remedios, Bucareli y Bodega, que descubrió y tomó posesión en nombre de V.M., haciendo que éste lo pronunciaran sus habitantes, y que resonasen aquellas nuevas regiones tan respetable y glorioso eco con visibles demostraciones de júbilo y gustosa aclamación de los naturales.

Este buen suceso, Señor, se consiguió a los (borrón) meses, 12 días de navegación. Los 6 se vio precisado a mantenerse a media ración del caldero del equipaje, su ropa tuvo que repartirla entre los más necesitados y enfermos, y solo de este modo y el halago pudo sostener su resolución. Si fueron grandes los trabajos, desvelos y cuidados que sufrió, mayor en la satisfacción de haber aumentado a V.M. sus dominios, y satisfecho la confianza en suma, logró volver al puerto casi baldado de escorbuto, con siete hombres menos que le mataron los indios y con el corto resto ya enferma y postrada.

Un barco de 18 codos (entre 9 y 10 metros) era como un velero deportivo que se enfrentaba a un mar embravecido, escaso de provisiones (que se lo contaran a los salvajes devoradores de calorías), aquejada de escorbuto su tripulación. Sólo la fe y el honor los mantendrían vivos. ¡Y nosotros nos quejábamos del aburrimiento! Cada vez era más consciente de que nos había tocado vivir una época privilegiada y que las comodidades habían dinamitado nuestra capacidad para sufrir o para aguantar las molestias, los reveses, las incomodidades. Las medidas de seguridad eran omnipresentes. Me fijé en las lanchas de desembarco o los botes salvavidas, que hubieran sido el mayor objeto de deseo de aquellos pioneros.

Viajábamos demasiado cómodamente.

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