El barco avanzaba en un esfuerzo
inútil por contemplar su rostro en el mar, como un Narciso náutico que se
asomara desde su inmensa altura. Su estructura recta le impedía doblarse, pero,
de haber podido, su propio desplazamiento hubiera destruido el espejo que era
el mar y que le hubiera permitido su contemplación. Era una persecución inútil:
cuanto más rápido trataba de alcanzar su imagen más deprisa se desvanecía la
clonación de su rostro de metal. Se deseaba y era incapaz de alcanzarse para
gozar de sí mismo. Quizá debiera esperar a que atracara para captar su reflejo
admirado.
Me fui al gimnasio y me llevé
una grata sorpresa: la niebla había soltado su preciada presa. Lucía el sol y
doraba los islotes e islas. Quizá por ello regresaban las aves juguetonas y
salían a bromear las ballenas, solo para los ilustres pasajeros que se apoyaban
en la barandilla y oteaban el mar. El oleaje de nuestra estela las animó para mostrar
sus lomos al aire y divertir con sus zambullidas, que destapaban sus aletas
traseras.
No me empleé con demasiado
fervor al ejercicio, aunque aproveché para deleitarme con ese paisaje, a costa
de llevarme un susto con la cinta de correr. Otro crucero se introducía entre
las islas. Regresaba el juego de las nubes con las montañas. El mar estaba
salpicado de pequeñas embarcaciones que saludaban al crucero. Con la niebla, eran
advertidos por la sirena.
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