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Viaje a Alaska y Canadá 107. Escudriñando el horizonte.


 

La mañana seguía sosteniendo, serena e incesantemente, el azul del cielo, despejado a pesar del envoltorio de niebla que impedía ver nada hacia los laterales. El sol empezaba su escalada para cambiar poco después y reclinarse hacia el horizonte. La luz era sucia, como tamizada por la arena de un río. Parecía que se sonrojara, que el mar le sacara los colores.

Saltó a mi mente el término escudriñar. Cuando todo parecía uniforme y monótono, agudicé la vista, que se convirtió en un dardo que iba pinchando en ese horizonte sin nombre, escudriñando, apartando velos para desnudar esencias del cielo, del mar y de esa masa fantasmagórica e informe de grises variados que era la niebla. Porque era camaleónica y podía tomarse en serio que nadie se entrometiera en sus entretelas, en lo que ocurría entre bastidores en la lejanía bajo la atenta mirada del sol, que también escudriñaba a su manera y ejercía de padre que cuidara que no se desmandaran los elementos, los que movían los hilos ficticios de esos elementos fugaces y caprichosos. Lo que captaban mis ojos avizores era un delirio. Era una agitación difusa. Como cenizas húmedas.

Sentí que lo que no podía calificar como paisaje respiraba, sentía las inhalaciones y exhalaciones de ese elemento informe. Quizá, simplemente, es que cambiaba el viento confundiendo su dirección. Hablando en una lengua desconocida, como lo hiciera al inicio del crucero.

El cielo estaba cargado de enigmas.

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