La mañana seguía sosteniendo,
serena e incesantemente, el azul del cielo, despejado a pesar del envoltorio de
niebla que impedía ver nada hacia los laterales. El sol empezaba su escalada
para cambiar poco después y reclinarse hacia el horizonte. La luz era sucia,
como tamizada por la arena de un río. Parecía que se sonrojara, que el mar le
sacara los colores.
Saltó a mi mente el término
escudriñar. Cuando todo parecía uniforme y monótono, agudicé la vista, que se
convirtió en un dardo que iba pinchando en ese horizonte sin nombre,
escudriñando, apartando velos para desnudar esencias del cielo, del mar y de esa
masa fantasmagórica e informe de grises variados que era la niebla. Porque era
camaleónica y podía tomarse en serio que nadie se entrometiera en sus
entretelas, en lo que ocurría entre bastidores en la lejanía bajo la atenta
mirada del sol, que también escudriñaba a su manera y ejercía de padre que
cuidara que no se desmandaran los elementos, los que movían los hilos ficticios
de esos elementos fugaces y caprichosos. Lo que captaban mis ojos avizores era
un delirio. Era una agitación difusa. Como cenizas húmedas.
Sentí que lo que no podía
calificar como paisaje respiraba, sentía las inhalaciones y exhalaciones de ese
elemento informe. Quizá, simplemente, es que cambiaba el viento confundiendo su
dirección. Hablando en una lengua desconocida, como lo hiciera al inicio del
crucero.
El cielo estaba cargado de
enigmas.
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