Me desperté con la cabeza
pesada, un poco obtuso, sin ganas. Podía ser por el cansancio acumulado, por
los tres madrugones y el descontrol de horarios. Desde luego, no era por la
cerveza a la que me invitó José Ramón, la segunda en todo el crucero. Sin duda,
era porque el crucero entraba en su última jornada, a pesar de que aún nos
quedaba mucho viaje y toda la etapa de las Rocosas. Sin embargo, ese
sentimiento del amigo que se va, como dice la canción, pesó en nuestro ánimo. Los
cuatro estábamos un tanto sombríos.
El cielo estaba despejado cuando
salimos a tomar el brunch en el restaurante de la cubierta 4, más formal
que el de la cubierta 11. A lo largo de la mañana volvió a instalarse la niebla
que encajonó al barco en su avance. Nos sentamos muy formalitos, nos entregaron
una carta plagada de calorías y de productos escasamente sanos (también había
ensaladas y verduras, aunque poco atractivas) y nos lanzamos a pedir al
camarero. El servicio se lo tomó con calma y nosotros derrochamos entusiasmo en
la ingesta de comida, con parsimonia. No teníamos nada espacial para esa
mañana.
Aquello despertó en mí una
reflexión sobre el excesivo consumo en un crucero. ¡Que no falte de nada! sería
el grito de guerra de los organizadores. Un consumismo a lo bestia. Siempre
comiendo, siempre bebiendo, siempre dejando restos por todas partes, forrándose,
aunque no apeteciera, buscando amortizar lo pagado. Nosotros fuimos de lo más
moderados, con algunas incursiones poco recomendables, aunque sin que el exceso
fuera una tendencia.
Me resistí a quedarme en el
camarote, a pesar de que estaba cansado y me pesaba el cuerpo. Me gustaba dar
paseos por el barco, observar cómo se aburría la gente en la piscina confiando
en que abriera el tiempo, que continuaba empeñado en envolvernos con la niebla.
Sonó la sirena ronca del barco y noté su vibración sobre la mesa en la que
escribía. En una pantalla gigante ofrecían un partido de béisbol de las
categorías infantiles. Apasionante, sin duda.
Entre los top deals del
día destacaba la posibilidad de un face lift para regresar a casa con la
cara sonriente y recuperando el volumen de los labios. Vamos, para dejar la
cara tan tersa como el culo de un niño.
Otro era un desfile de las sesenta
nacionalidades que estaban representadas en el crucero, incluyendo la española.
Fueron desfilando informalmente al ritmo de música americana que me resultó conocida.
La mayoría de los que acudieron al desfile eran asiáticos, gente especialmente
voluminosa, quizá del interior del país, tanto de Estados Unidos como de Canadá,
posiblemente granjeros, poco pulida, enorme, que vestía fatal y para quienes el
crucero era el máximo de la sofisticación. Demostraban un humor incombustible,
siempre haciendo bromas y riendo con estruendo, poco proclives a entristecerse.
Para muchos de ellos éste era el viaje tan ansiado a lo largo de mucho tiempo,
la recompensa por mucho trabajo y pocas vacaciones. El premio a sus
sacrificios. Los norteamericanos son gente trabajadora.
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