El naturalista John Muir, en su
libro Viajes por Alaska, Que tuve el placer de leer a mi regreso, reseñaba
la ausencia humana durante kilómetros al adentrarse en los canales que formaba
la costa: “salvo, de tarde en tarde, alguna pequeña aldea india o la débil
humareda de un fuego de campamento. Pero incluso esas señales de vida se
limitan a la orilla”.
Tuve la impresión, mirando hacia
la costa, que aquellos lugares no habían cambiado esencialmente mucho. Aquellos
símbolos de presencia humana se habían sustituido por alguna cabaña o un
embarcadero, un faro o una baliza. El tiempo no había transformado la orilla,
excepto en la extensión de algunas poblaciones. Hacia el interior, el bosque
seguía siendo impenetrable y alguna atrevida carretera o camino había abierto
una insignificante vena de comunicación con alguien. Sin embargo, el dominio
seguía siendo de la naturaleza, domesticada muy parcialmente por el hombre.
El silencio de la cubierta y la
paz que transmitía la navegación parecía entresacado de las palabras de Muir:
Todo
parecía acogedor y familiar: el agua cristalina, las islas de perpetuo verdor,
los indios con sus canoas, sus cestos, sus mantas y sus bayas; las bandadas de
cuervos atisbando y volando por las calles y en torno a los abetos y la suave y
sosegada atmósfera que todo lo envolvía dulcemente.
Las montañas marcaban el camino.
Cada fisura en el paisaje podía ser la entrada hacia un fiordo o una red de
canales abiertos por glaciares. Había inspeccionado con mi vista aquellos
acantilados, las alturas recias y desnudas de vegetación, las nieves perpetuas.
Donde no había percibido nada más que rocas y piedra se escondía una flora
fascinante, como la descrita por Muir en Viajes por Alaska:
La
vegetación de acantilado de este escondido Yosemite es riquísima en colorido.
En casi cada grieta o banco, por pequeño que sea, así como en las más amplias
plataformas de roca donde se ha alojado un poco de suelo, hallamos gozosas
multitudes de flores, muchísimo más brillantes de lo que se cabría esperar en
una región tan fría y oscura: espuelas de caballero geranios, castillejas,
campanillas, gencianas, saxífragas, epilobios, violetas, parnasios, veratros,
espirantos y otras orquídeas, fritilarias, zarzaparrillas, ásteres, margaritas,
briantos, casíopes, linneas y una gran variedad de plantas espinosas, rubos y
ericáceas. Muchas de las plantas enumeradas, aunque de ramas y hojas blandas,
presentaban un colorido brillante, como las de los países soleados del sur. Las
ericáceas, en particular, son muy abundantes y bellas, con sus flores y frutos,
y forman alfombras de delicado verdor sobre las rocas, alegradas por campánulas
rosadas o por bayas rojas y azules. Las hierbas más altas tienen hojas como
cintas bien templadas y arqueadas, y no les faltan enhiestas espigas y
bamboleantes panículas púrpura. Yo no había visto antes en Alaska aquellas
hierbas alpinas de la Sierra, que formaban espesos tapices sobre los prados
glaciares.
En otro pasaje nos deja más
datos sobre esa flora que puede pasar desapercibida y que, sin embargo, era tan
rica:
Las
cumbres más bajas en torno al glaciar Muir, como aquella donde yo me encontraba,
la primera que escalé, están ricamente adornadas y vivificadas con flores,
aunque éstas se desdibujan en las vistas generales. Líneas de brillante verdor
aparecen en las vertientes bajas a medida que uno se aproxima a ellas
procedente del glaciar, y una franja de color verde más pálido puede apreciarse
en las cumbres secundarias a una altura de seiscientos cincuenta a novecientos
cincuenta metros. Las más bajas consisten mayormente en arbustos de alisos, y
las más altas, en una gran profusión de plantas con flores, principalmente casíopes,
vaccinias, pirolas, erigerones, gencianas, campánulas, anémonas, espuelas de
caballero y aguileñas, con algunas hierbas y helechos. De ellas, la casíope es
a la vez la más común y la más hermosa y dominante. En algunos lugares, sus
delicados tallos forman extensiones de más de treinta centímetros de espesor y
varias hectáreas de extensión, mientras que la flor abunda tanto que un solo
puñado arrancado al azar contiene centenares de sus campanillas rosa pálido.
Este jardín de Alaska trae de inmediato a la mente una sensación de placer. Aunque
el terreno donde crece, batido por las tempestades, se sitúa a casi ochocientos
metros de altitud, hace siglos el glaciar fluía por aquí como un río sobre un guijarro;
pero fuera de la helada obscuridad y de la compresión y arrasamiento glaciales,
prosperan en esta cálida y pródiga belleza y esta vida para mostrarnos que
nosotros, en nuestra ignorancia ausente de fe y en nuestro temor, llamamos
destrucción a lo que es una creación cada vez más bella.
Sentí que éramos una minúscula
figura en un vasto escenario de agua al que acompañaban tierras
circunstanciales, casi siempre deshabitadas. Era el confín del mundo. Y yo
estaba allí para disfrutarlo. No era consciente de lo privilegiado que era por
ello.
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