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Viaje a Alaska y Canadá 102. Continuando la mañana de navegación.


 

Jesús y yo nos fuimos a desayunar mientras José Ramón y Javier se quedaron haciendo fotos. Después, Jesús se fue al camarote y yo salí a disfrutar de la navegación, que abandonó el refugio de los pasillos entre islas para salir horas después a un mar más abierto.

La línea de cordilleras nevadas de altos picos con glaciares era larguísima y dosificaba sus sorpresas. Me senté y escribí un rato junto a las cristaleras. Habían dejado abiertas algunas ventanas y estuve tentado a ponerme los guantes. Alzaba la vista y me llamaba la atención una imagen, la fotografiaba, me sentaba, regresaba a la escritura, cambiaba de asiento, salía al exterior para despejarme y para helarme, regresaba al refugio interior.

Con el día de navegación se instalaban nuevos hábitos, sin prisas, sin obligaciones perentorias. Podías observar el panorama, bañarte en la piscina cubierta o jugar a las cartas hasta que no pudieras más, todo harto conocido por las experiencias anteriores. En algunos momentos parecía respirarse cierto aburrimiento. Y nada mejor para combatirlo que la comida o la bebida.

A las 12 me bajé al camarote. Me eché un rato, pero el jaleo de golpes de distinto origen era tremendo y no me concentraba. Me fui al gimnasio. Desde una de las cintas de correr observé la banda de montañas. Era como la cadena de cimas me persiguiera. Eso me encantaba.

Mientras me duchaba apareció Jesús. Nos fuimos a comer. No nos encontramos con José Ramón y Javier. Daba la impresión de que había menos gente en el comedor del buffet. Quizás se habían escalonado. Cayó una nueva siesta.

La niebla fue la sorpresa de la tarde. Cuando mirabas a lo alto del cielo éste se ofrecía azul. Sin embargo, a los lados, solo se mostraba la niebla densa, que se acumulaba como en una feliz reunión de amigos, vigorosa, envolvente, modelando formas imperfectas, jugosas, misteriosas. Tuve la impresión de que habíamos salido a altamar y que el barco se balanceaba algo más, aunque no escandalosamente. El mar estaba más picado, más gris. Curiosamente, la estela que dejaban los motores era de un color similar al del agua del fiordo. Su superficie parecía que respirara, que ascendiera y descendiera. Estábamos en una burbuja de niebla.

El sol del atardecer no nos abandonó y brilló desde uno de los costados, el oeste, el del océano. Al otro lado debería de quedar Ketchikan.

Tuve la impresión de que la niebla se desprendía y formaba un arco iris tímido sin todos los colores que le caracterizaban. Sobre nuestras cabezas se transportaban jirones de nubes.

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