Jesús y yo nos fuimos a
desayunar mientras José Ramón y Javier se quedaron haciendo fotos. Después,
Jesús se fue al camarote y yo salí a disfrutar de la navegación, que abandonó
el refugio de los pasillos entre islas para salir horas después a un mar más
abierto.
La línea de cordilleras nevadas
de altos picos con glaciares era larguísima y dosificaba sus sorpresas. Me
senté y escribí un rato junto a las cristaleras. Habían dejado abiertas algunas
ventanas y estuve tentado a ponerme los guantes. Alzaba la vista y me llamaba la
atención una imagen, la fotografiaba, me sentaba, regresaba a la escritura,
cambiaba de asiento, salía al exterior para despejarme y para helarme,
regresaba al refugio interior.
Con el día de navegación se
instalaban nuevos hábitos, sin prisas, sin obligaciones perentorias. Podías observar
el panorama, bañarte en la piscina cubierta o jugar a las cartas hasta que no
pudieras más, todo harto conocido por las experiencias anteriores. En algunos
momentos parecía respirarse cierto aburrimiento. Y nada mejor para combatirlo
que la comida o la bebida.
A las 12 me bajé al camarote. Me
eché un rato, pero el jaleo de golpes de distinto origen era tremendo y no me
concentraba. Me fui al gimnasio. Desde una de las cintas de correr observé la
banda de montañas. Era como la cadena de cimas me persiguiera. Eso me
encantaba.
Mientras me duchaba apareció
Jesús. Nos fuimos a comer. No nos encontramos con José Ramón y Javier. Daba la
impresión de que había menos gente en el comedor del buffet. Quizás se habían
escalonado. Cayó una nueva siesta.
La niebla fue la sorpresa de la
tarde. Cuando mirabas a lo alto del cielo éste se ofrecía azul. Sin embargo, a
los lados, solo se mostraba la niebla densa, que se acumulaba como en una feliz
reunión de amigos, vigorosa, envolvente, modelando formas imperfectas, jugosas,
misteriosas. Tuve la impresión de que habíamos salido a altamar y que el barco
se balanceaba algo más, aunque no escandalosamente. El mar estaba más picado,
más gris. Curiosamente, la estela que dejaban los motores era de un color
similar al del agua del fiordo. Su superficie parecía que respirara, que
ascendiera y descendiera. Estábamos en una burbuja de niebla.
El sol del atardecer no nos
abandonó y brilló desde uno de los costados, el oeste, el del océano. Al otro
lado debería de quedar Ketchikan.
Tuve la impresión de que la
niebla se desprendía y formaba un arco iris tímido sin todos los colores que le
caracterizaban. Sobre nuestras cabezas se transportaban jirones de nubes.
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