Designed by VeeThemes.com | Rediseñando x Gestquest

Viaje a Alaska y Canadá 80. Un campo de hielo portentoso.


 

El campo de hielo de Juneau abarcaba unos 3.885 kilómetros cuadrados, unos cuarenta glaciares de gran tamaño y otro centenar más pequeños. Desgraciadamente, estaban retrocediendo, salvo el glaciar Taku, que seguía arrojando icebergs a Taku Inlet. Corría el peligro de atascarlo, algo que ya había ocurrido en el pasado.

El glaciar principal debía su nombre al científico Thomas Mendenhall, quien diseñó las fronteras entre Alaska y Canadá.

El autobús nos dejó en la bear stop. Desde allí fuimos caminando hasta goat stop, la otra parada. Nos infiltramos en la primera ruta que anunciaban, la más breve, devorados por el bosque. La atravesaba un río. Estaba inundada por el verdor. La humedad era increíble y con el sonido primario del río observamos las plantas, los árboles de troncos y ramas forrados de musgo y líquenes, las setas rojas de un atractivo quizá venenoso y otras que parecían níscalos. Un cartel cortaba el paso: interceptábamos el hábitat de los osos. Habían creado un ámbito independiente para que vivieran más tranquilos y ajenos a las visitas. De esa forma evitaban también que dieran más de un susto a los turistas.



La segunda ruta era la más apasionante. Sabía arrancar los brillos de las miradas, la naturaleza impresionable de los niños que guardamos dentro, abría la ventanilla que percibía lo más hermoso y exploraba nuestra mente y nuestro corazón para nuestro disfrute.

Íbamos atentos, casi al acecho, porque entre la densidad de arbustos y árboles se abrían pequeños espacios que eran como puertas a la belleza escondida, a los secretos severamente guardados por el bosque. Eran arrebatos del paisaje, fusión del lago glaciar, las nubes, la vegetación. Pequeñas pruebas que juzgaban la atención del caminante.

La lluvia se alternaba entre ligera e intensa y la niebla camuflaba rincones, los destapaba, los envolvía y los devoraba, se implicaba en el espectáculo como un eficaz técnico de atrezzo que estuviera atento a cambiar los decorados que exigía la obra o el guion. Sin niebla, el lugar perdería parte de su dramatismo, de su jugoso encanto. Aunque fuera a costa de poder decepcionar al visitante, que miraba y miraba y se topaba con una intratable masa blanca tirando a gris (blanco roto, blanco sucio, gris tirando a espléndido con el blanco, gris pautado para causar discusión sobre sus matices).



Desde uno de los miradores divisamos los dos grandes atractivos: la cascada Nugget y el glaciar Mendenhall. El glaciar jugaba con nosotros y se dejaba querer. Desaparecía de la escena y pensábamos que no reaparecería. Gentes de poca fe. La cascada era generosa y lanzaba su invitación en forma de estruendo y de caudal desbocado. Las últimas lluvias lo habían dotado de una fuerza descomunal que le hubiera encantado a cualquier accionista de una hidroeléctrica. Hacia allí nos dirigimos.

0 comments:

Publicar un comentario