El campo de hielo de Juneau
abarcaba unos 3.885 kilómetros cuadrados, unos cuarenta glaciares de gran
tamaño y otro centenar más pequeños. Desgraciadamente, estaban retrocediendo,
salvo el glaciar Taku, que seguía arrojando icebergs a Taku Inlet. Corría el
peligro de atascarlo, algo que ya había ocurrido en el pasado.
El glaciar principal debía su
nombre al científico Thomas Mendenhall, quien diseñó las fronteras entre Alaska
y Canadá.
El autobús nos dejó en la bear
stop. Desde allí fuimos caminando hasta goat stop, la otra parada. Nos
infiltramos en la primera ruta que anunciaban, la más breve, devorados por el
bosque. La atravesaba un río. Estaba inundada por el verdor. La humedad era
increíble y con el sonido primario del río observamos las plantas, los árboles
de troncos y ramas forrados de musgo y líquenes, las setas rojas de un
atractivo quizá venenoso y otras que parecían níscalos. Un cartel cortaba el
paso: interceptábamos el hábitat de los osos. Habían creado un ámbito
independiente para que vivieran más tranquilos y ajenos a las visitas. De esa
forma evitaban también que dieran más de un susto a los turistas.
La segunda ruta era la más
apasionante. Sabía arrancar los brillos de las miradas, la naturaleza
impresionable de los niños que guardamos dentro, abría la ventanilla que percibía
lo más hermoso y exploraba nuestra mente y nuestro corazón para nuestro disfrute.
Íbamos atentos, casi al acecho,
porque entre la densidad de arbustos y árboles se abrían pequeños espacios que
eran como puertas a la belleza escondida, a los secretos severamente guardados
por el bosque. Eran arrebatos del paisaje, fusión del lago glaciar, las nubes,
la vegetación. Pequeñas pruebas que juzgaban la atención del caminante.
La lluvia se alternaba entre
ligera e intensa y la niebla camuflaba rincones, los destapaba, los envolvía y
los devoraba, se implicaba en el espectáculo como un eficaz técnico de atrezzo
que estuviera atento a cambiar los decorados que exigía la obra o el guion. Sin
niebla, el lugar perdería parte de su dramatismo, de su jugoso encanto. Aunque
fuera a costa de poder decepcionar al visitante, que miraba y miraba y se
topaba con una intratable masa blanca tirando a gris (blanco roto, blanco sucio,
gris tirando a espléndido con el blanco, gris pautado para causar discusión
sobre sus matices).
Desde uno de los miradores
divisamos los dos grandes atractivos: la cascada Nugget y el glaciar
Mendenhall. El glaciar jugaba con nosotros y se dejaba querer. Desaparecía de
la escena y pensábamos que no reaparecería. Gentes de poca fe. La cascada era
generosa y lanzaba su invitación en forma de estruendo y de caudal desbocado. Las
últimas lluvias lo habían dotado de una fuerza descomunal que le hubiera
encantado a cualquier accionista de una hidroeléctrica. Hacia allí nos
dirigimos.
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