Decidimos salir tras cumplir con
nuestros deberes, pero nos topamos con una tormenta en toda regla, el tercer
inconveniente del día. Desde el muelle de la cubierta 2 nos dimos la vuelta y
nos dirigimos al comedor de la cubierta 11. Mucha gente pensó lo mismo que
nosotros: esperar comiendo.
Las caras de los cruceristas
eran un poema, sombrías, un pelín desesperadas, algo más relajadas tras el
enésimo bocado. Al lanzar la vista sobre los ventanales daba un poco de depre.
Aquello no tenía visos de escampar. Sin embargo, los aguaceros de verano pueden
ser intensos y breves, vamos, que no se prolonguen varios días. Esa era nuestra
esperanza. Y si no abría, echaríamos mano de nuestro carácter más intrépido.
Aunque, casi mejor, que no hubiera que demostrarlo.
Realmente, el barco tendría que
haber atracado más tarde, sobre las 13:30, con lo que disponíamos de suficiente
tiempo para nuestra excursión. Y a esa hora nos movilizamos con poca convicción,
todo sea dicho. El viajero es un ser sacrificado.
La lanzadera del muelle nos
condujo a la ciudad y allí esperamos la salida de nuestro transporte al glaciar
Mendenhall junto al teleférico, que ascendía entre la espesa niebla hacia el
monte Roberts. La montaña era una buena opción para el senderismo en tiempos
menos lluviosos.
Quedé imantado por la lluvia. Su
fuerza, su monotonía agresiva sin respiro acapararon mi atención y me quedé
embobado observando el torrente de agua que caía sin parar. Quizá mi mirada
creyó que podría concentrarse y obrar el milagro de que cesara la lluvia y nos
dejara tranquilos para poder completar nuestros objetivos sin demasiados
inconvenientes. Pero está claro que no he nacido para mago y que el estruendo
de la lluvia al chocar contra el suelo, los tejados o los coches no se amilanó
con mi debilitada mirada. Quizá un observador independiente se hubiera
sorprendido con mi cara de pardillo contemplando aquel fenómeno.
Sin embargo, las fuerzas del
aguacero flaquearon y tuvieron misericordia de estos sufridos viajeros
necesitados de cariño tras los reveses de la mañana. Remitió el temporal y la
lluvia se transformó en calabobos asumible, y no temible, como hasta aquel
momento. Respiramos y nos metimos en el autobús, que se empañó en cuestión de
segundos. El conductor dijo algo ininteligible y se rio con fuerza, como si
hubiera absorbido toda la potencia de la lluvia. Ya no lloraba el cielo sobre
Juneau.
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