Aquel día no empezó bien. Nos
despertamos a las seis y media de la mañana para contemplar el fiordo de Tracy
Arms. Nos llevamos un tremendo chasco cuando, instalados en las cubiertas
superiores, nos informaron que se suspendía la entrada al fiordo por las malas
condiciones del mar. El dédalo de islas que contemplábamos no era suficiente
para apaciguar los envites del océano. Llovía con bastante intensidad y
resultaba incómodo estar al aire libre. No obstante, nos quedamos en la
cubierta un buen rato admirando el paisaje.
La proa del crucero giró hacia
estribor y abandonó la derrota hacia el pasadizo acuático que nos hubiera
llevado a contemplar el glaciar que era responsable de la formación geológica
de esa maravilla natural que tendríamos que admirar en las fotos de internet.
Contemplábamos unos altos paredones casi rectos forrados de arbolado. Era una
belleza impenetrable, como de mujer misteriosa que se escondía para dar mayor
morbo a sus admiradores. La presencia humana se materializaba en los cables y
las torres de alta tensión.
Con la frustración en nuestros
corazones nos fuimos a desayunar. La gente madrugaba, aunque no fuera para
degustar joyas geológicas. Sentían mucha más admiración por los platos
rebosantes de comida. Tuve la impresión de que solo nos cruzábamos con personas
con sobrepeso abusivo.
Mientras desayunábamos
contemplábamos cómo el barco se introducía por un paso estrecho rumbo hacia Juneau.
Si no fuera porque estaba todo programado y medido diríamos que el capitán
había emprendido una maniobra arriesgada para impresionar a alguien.
En la base de esas poderosas
paredes de piedra se alojaba una línea de casas de las que disfrutaban quienes
habían tenido la valentía de establecerse allí y vivir de forma estable.
La lluvia era insistente. Como
se había adelantado la llegada y una parte de las actividades, nos emplazamos
para vernos a las diez de la mañana. Escribí un rato mientras Jesús se puso al
ordenador para realizar búsquedas de billetes.
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