Nos dejaron en el muelle a las tres
y media. A esa hora habían regresado las excursiones y las tiendas estaban a
rebosar. Dimos una vuelta y José Ramón y Javier se quedaron tomando una cerveza
y unas espléndidas patas de chatka. Jesús y yo nos fuimos a la piscina cubierta
y tomamos unos sándwiches y unos dulces. Tampoco era cuestión de ponerse ciego
a pocas horas de la cena.
Jesús se fue al camarote para
descansar un poco. Yo me quedé en las cubiertas superiores para hacer unas
fotos. Jesús había acertado en sus vaticinios y el tiempo empeoró según
avanzaba la tarde de nubes enganchadas a las montañas y bosques que mostraban
sus mejores galas.
Aquel lugar expresaba un modo de
vida salvaje pero sincero, sin los lujos y liviandades de una ciudad, aunque
con el compromiso de autenticidad que uno esperaba en Alaska. No lograba
imaginarme entre estas gentes a pusilánimes. Para compensar, en invierno muchos
cerraban sus tiendas y sus negocios y se trasladaban a tierras más cálidas,
como Vancouver o California. Los que permanecían aquí todo el año podían ser
tildados de locos o de valientes. Sin duda, enamorados de este estilo de vida
tan singular. Por eso era difícil de asimilar o comprender. Corrían muchas
historias de personas que se desplazaron a estos territorios y no pudieron
aguantarlo. Y de otros que adoraban la soledad y la ausencia de masificación.
Sí, era atrayente, quizá de
forma fugaz, como un capricho inesperado, como algo que arrastraba hasta
comprender que lo habías idealizado y que en realidad era mucho más duro de lo
que aparentaba. Supuse que si aguantabas el primer invierno y lograbas fijar
una coraza a tus pensamientos y tu espíritu quedarías captado por esa
naturaleza impactante y por unas gentes sencillas y sinceras que le pedían poco
a la vida, salvo lo esencial. La vida les premiaba con lujos sencillos y
fácilmente asimilables, pequeñas cosas, para el que estuviera dispuesto a
esforzarse por aceptarlos.
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