Las instalaciones eran
sencillas, quizá un poco cutres, con perdón por el esfuerzo que había realizado
esta gente desde 2007. Ocupaban lo que nos parecieron unos depósitos mineros
circulares abandonados. La antigua mina se divisaba desde el lugar. No he
encontrado certezas sobre ello, más allá de nuestra observación. Ese hábitat
incluía unas charcas, troncos, un pedacito de bosque. Era amplio, aunque, sin
duda, estos animales, que no habían disfrutado demasiado de otros lugares silvestres,
echarían de menos la libertad. Los noté algo excitados, nerviosos, fruto del
ajetreo de los visitantes, que no tenían un comportamiento precisamente
ejemplar, aunque yo también hubiera gritado y me hubiera mostrado tan excitado
de ser uno de los niños que hacían la visita con los ojos como platos,
señalando a los osos y tratando de captar su atención.
En general, paseaban por el
entorno con ese andar cachazudo y como ajeno al mundo. Alguna vez miraban a los
visitantes. Se metían en el agua, se erguían y entonces comprobabas su
corpulencia, se rascaban, comían algo, se marchaban, se sentaban en una rueda
de tractor que estaba un poco fuera de lugar. Procuraban pasar del alboroto
general. Transcurrido un rato, la lluvia retiró al público hacia la zona
cubierta y la tienda, y reinó una paz relativa. Había que aprovechar el momento.
Me paré un rato ante los paneles
explicativos de cada uno de los ejemplares. Cada uno era una historia trágica contada
con brevedad. Algunos habían acabado allí tras perder a su madre por ingerir
plásticos o algún alimento tóxico en mal estado. Otros habían quedado huérfanos
cuando su madre penetró en la cocina de un lodge de pesca y el chef se
defendió causándole la muerte. Lo curioso es que los clientes del lodge
dieron de comer a los cachorros para que no murieran de hambre hasta que fueron
recogidos por los voluntarios.
En el interior, daban consejos
para esos encuentros indeseados que podían resultar trágicos. José Ramón
comentó que era conveniente llevar un cascabel. De esa forma, el oso detectaba
con tiempo al humano y se alejaba. Era aconsejable ir en grupo. No llevábamos
spray para osos, que había que lanzar a una distancia de 30 a 60 pies (10 a 20
metros), hacia abajo. Era bastante efectivo. Había que llevar mucho cuidado con
la comida y guardarla en compartimentos bien cerrados, estancos. Nunca cocinar
en el interior de una tienda de campaña. Para un tipo de osos aconsejaban
hacerles frente, gritar, erguirse para que el oso percibiera una mayor altura.
Para otros, mejor hacerse un ovillo en el suelo y que el oso jugara con esa
masa compacta. Claro que con el terror que generaba ese encuentro como para
acordarse si ese oso había que combatirlo con uno u otro método. Salir
corriendo era la peor opción. Los osos eran rápidos.
La tienda comerciaba con una
mercadotecnia ejemplar. Vendían productos locales, muchos de ellos centrados en
los osos y otros animales de la zona. Había pendientes, gorras, camisetas,
libros, recuerdos de todo tipo. Las ventas financiaban la labor de esta gente.
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