Desembarcamos junto al puente O’Connell,
que unía Sitka con Japonski Island, la isla Japonesa, en referencia a unos
pescadores japoneses que los rusos encontraron en 1805. Subimos a un autobús
verde que nos identificó como los del Green bus. La conductora era una
chica joven y rubia que, desgraciadamente, nos dio unas explicaciones
ininteligibles ya que el sonido era pésimo y llevaba demasiado cerca de la boca
el micrófono. Su voz era cansina.
Atravesamos la ciudad y pudimos
contemplar brevemente dos de los monumentos que recordaban el legado ruso: la casa
Rusa del Obispo, construida en 1840 (que fue sede del obispo ruso hasta 1972),
y la catedral de San Miguel, de 1848. La catedral ardió en 1966 y no se pudo
salvar su biblioteca de libros en ruso, tlingit y aleutiano. Los objetos de
culto y los iconos corrieron mejor suerte. Ambas fueron construidas a instancia
del padre Iván Veniaminov, al que denominaban “el apóstol de Alaska”. Era
gratamente recordado por la labor de ayuda a los nativos. Gracias a él fueron
vacunados contra la viruela y salvados de las epidemias que diezmaron a la
población local. En 1868 regresó a Rusia para ocupar el puesto de metropolitano
de Moscú.
Me recordó un vídeo que había
visto en Youtube, “Sitka AK: conciliar el pasado y el presente”. En el mismo denunciaban
la segregación a la que habían sido sometidos los tlingit. El racismo había
sido paulatinamente erradicado gracias a un gran esfuerzo colectivo.
El desplazamiento hasta nuestro
siguiente destino nos puso en contacto con la sucesión de islas desde la
perspectiva de la carretera. Los paisajes eran subyugantes. Nos hubiera
encantado parar en alguno de los miradores y contemplar con calma toda aquella
belleza que se nos ofrecía con las aguas encajadas por los verticales paredones
de las altas montañas.
Edificios del gobierno hacia 1893. Fuente: Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. Foto de H. C. Lord
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