Nuestro siguiente avistamiento
fue el águila calva. Nuestro naturalista nos dio indicaciones y el barco se
acercó a un islote que no parecía diferenciarse de todos los demás. Nos señaló
un árbol y un nido. Las águilas, nos comentó como curiosidad, eran monógamas, aunque
tenían sus escarceos fuera de la pareja. Se tenía constancia de divorcios. Sus
nidos eran enormes y pesados. Decían que eran los más grandes de todas las aves,
aunque para nosotros no tenían comparación con los de las cigüeñas.
Sobre un árbol seco se perfiló
la forma de una de estas águilas que habían pasado a ser el símbolo del país. Estaba
hierática y se confundía fácilmente con el remate del tronco. Poco después
apareció otra volando y se posó a su lado, como queriendo asumir con la primera
el destino que le pudiera deparar. Quizá asistimos, sin ser conscientes, a una
bonita historia de amor y sacrificio.
El cotarro se animó con el
avistamiento del primer chorro de agua que marcó la posición de una ballena. Luego
apareció su aleta dorsal, un poco del lomo. Esa operación se repitió varias
veces hasta que decidió sumergirse y legarnos el espectáculo de su aleta
trasera. Eso implicaba que tardaríamos en volver a verla.
Las ballenas estaban censadas y
era posible saber a la que se había fotografiado si se subía la imagen a una
página de internet.
Empezamos un juego de búsqueda
que fructificó en otros avistamientos y desató la euforia de la gente, que se
iba desplazando entre exclamaciones de un lado al otro del barco en busca de
esa foto maravillosa que consagrará al viajero como un ser con suerte. Yo me
retiré de esa lucha. Salvo que llevaras un teleobjetivo impresionante, como
alguno de los que iba en el barco, las imágenes que se captaban eran pequeñas y
sin mucho interés real. A costa de esta persecución con la cámara te perdías la
secuencia de su desarrollo, vivir el momento.
Después de muchos amagos y
requiebros nos retiramos del safari fotográfico y enfilamos hacia el puerto de Sitka.
La vocación de la ciudad siempre fue mirar al mar. La pesca había sido uno de
sus medios de vida desde hace siglos. Embarcaciones de recreo y de pesca se
mezclaban con las instalaciones portuarias y con las casas de madera de vivos
colores.
A la espalda de la población
apareció el monte Edgecumbe, que era un volcán extinguido. Pequeños parches de
nieve lo coronaban. La impresionante masa forestal que nos rodeaba era parte
del Bosque Nacional Tongass.
El cielo seguía gris, y los
matices se difuminaban. Al menos la lluvia no había descalificado el día. Esta
imagen tenía su encanto.
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