Al contemplar el barco de la
excursión al costado de nuestro crucero tuvimos la impresión de que lo habían
situado allí para su escarnio, para hacerle de menos y dejar constancia de
quién mandaba en esas aguas. Sin embargo, era una nave perfectamente adaptada
para el transporte de viajeros por la amplia y segura bahía. Era de dos
cubiertas, la primera con abundantes asientos en filas paralelas; la segunda,
dividida en parte cubierta y parte descubierta para que los pasajeros salieran
a visualizar el paisaje y la fauna. La parte cerrada era muy eficaz para los
momentos de lluvia.
La excursión nos acercó al mundo
de islas e islotes derramadas por aquel negligente gigante. Con su ruido
monótono avanzaba por las aguas calmadas. Nos cruzamos con pocas embarcaciones.
Enfiló hacia un grupo de islas que formaban un laberinto, como la puerta hacia
un viaje desconocido. Era como jugar al escondite. La profundidad en los
pasillos entre las islas era de unos 45 pies, unos 14 metros. Algunas masas de
árboles parecían secas, arrasadas por el calor o por alguna enfermedad que les
daba un aspecto blanquecino. Eran coníferas y me arriesgo a afirmar que eran
pinos. Ahora me arrepiento de no haberle preguntado a Jesús o a Javier para que
me concretaran, que ellos gozaban de esa sabiduría botánica. Me pregunté cómo
habían llegado hasta allí las semillas que habían germinado sobre las islas. La
única explicación que se me ocurría era el viento. O los insectos y aves. En
ese momento pasó una pequeña formación de aves en uve, quizá cormoranes de un
tamaño inferior a los que recordaba. Más cerca de la costa abundaban los patos
y alguna gaviota.
El barco alteraba la superficie
plana y brillante del mar. Provocaba un ligero oleaje que hacía aletear a
enormes masas de algas, como sargazos, que de lejos daban para imaginar muchas
especies de fauna.
Nos acercaron hasta un islote
donde se suponía que divisaríamos nutrias de mar, bastante más grandes que las
de río. Habían sido el principal atractivo para los europeos ya que su piel era
muy apreciada por la densidad de su pelaje. Los pasajeros se afanaban en
descubrir a estos simpáticos animales con sus prismáticos o los teleobjetivos
gigantes de las cámaras. Reconozco que no llegué a verlos, por mucho esfuerzo
que realicé, lo que me llenó de pesar. Otras personas gesticulaban
abundantemente al contemplarlas. Lo que sí vimos fue abundantes peces que
saltaban con fuerza para caer en plancha y animar la fiesta.
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