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Viaje a Alaska y Canadá 66. Avistando fauna marina.


 

Al contemplar el barco de la excursión al costado de nuestro crucero tuvimos la impresión de que lo habían situado allí para su escarnio, para hacerle de menos y dejar constancia de quién mandaba en esas aguas. Sin embargo, era una nave perfectamente adaptada para el transporte de viajeros por la amplia y segura bahía. Era de dos cubiertas, la primera con abundantes asientos en filas paralelas; la segunda, dividida en parte cubierta y parte descubierta para que los pasajeros salieran a visualizar el paisaje y la fauna. La parte cerrada era muy eficaz para los momentos de lluvia.



La excursión nos acercó al mundo de islas e islotes derramadas por aquel negligente gigante. Con su ruido monótono avanzaba por las aguas calmadas. Nos cruzamos con pocas embarcaciones. Enfiló hacia un grupo de islas que formaban un laberinto, como la puerta hacia un viaje desconocido. Era como jugar al escondite. La profundidad en los pasillos entre las islas era de unos 45 pies, unos 14 metros. Algunas masas de árboles parecían secas, arrasadas por el calor o por alguna enfermedad que les daba un aspecto blanquecino. Eran coníferas y me arriesgo a afirmar que eran pinos. Ahora me arrepiento de no haberle preguntado a Jesús o a Javier para que me concretaran, que ellos gozaban de esa sabiduría botánica. Me pregunté cómo habían llegado hasta allí las semillas que habían germinado sobre las islas. La única explicación que se me ocurría era el viento. O los insectos y aves. En ese momento pasó una pequeña formación de aves en uve, quizá cormoranes de un tamaño inferior a los que recordaba. Más cerca de la costa abundaban los patos y alguna gaviota.



El barco alteraba la superficie plana y brillante del mar. Provocaba un ligero oleaje que hacía aletear a enormes masas de algas, como sargazos, que de lejos daban para imaginar muchas especies de fauna.

Nos acercaron hasta un islote donde se suponía que divisaríamos nutrias de mar, bastante más grandes que las de río. Habían sido el principal atractivo para los europeos ya que su piel era muy apreciada por la densidad de su pelaje. Los pasajeros se afanaban en descubrir a estos simpáticos animales con sus prismáticos o los teleobjetivos gigantes de las cámaras. Reconozco que no llegué a verlos, por mucho esfuerzo que realicé, lo que me llenó de pesar. Otras personas gesticulaban abundantemente al contemplarlas. Lo que sí vimos fue abundantes peces que saltaban con fuerza para caer en plancha y animar la fiesta.

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