El despertador sonó antes de
tiempo. El móvil no había actualizado automáticamente la hora y nos despertó a
las seis y cuarto. Volvimos a acostarnos. Ninguno de los dos volvió a dormir
profundamente. Poco después, Jesús se puso a ver las noticias.
El desembarco estaba programado
para las nueve y media y la excursión un cuarto de hora después. Teníamos
tiempo de sobra para desayunar sin prisa. El pasaje no debió pensar como
nosotros y había madrugado. Era poco antes de la ocho y no había mesas libres. Tuvimos
que aplicarnos para encontrar un hueco.
A esa hora estábamos ya en la
bahía de Sitka. Una cinta de montañas se iba afianzando sobre el lado de
estribor, el lado derecho. Iba acompañado de un cielo gris, marchito,
melancólico. Era de una belleza pesarosa, compungida, como la que contemplaría
una persona tras haber estado llorando durante mucho tiempo. Costaba que la
niebla abandonara los salientes de la costa que retenía como una celosa amante.
La bahía estaba repleta de islas
de diferentes tamaños. Imaginé que un cansado gigante había dejado caer con
negligencia sobre el frío mar una ingente cantidad de islas que abandonó a su
suerte. Allí quedaron desparramadas para deleite de los más variados visitantes,
unas veces soldados que buscaban ampliar la soberanía de su país, otras,
buscavidas que no se arredraban con las más extremas condiciones de vida. El
puerto era seguro, intensamente arropado por la superposición de montañas y
colinas en filas desordenadas y eficaces. Las tierras salpicadas serían
suficientes para amansar el mar y domesticar su navegación.
Las bases de roca de aquellas
islas pronto se poblaron de árboles. Esos bosques rodeados de agua,
apretujados, sin ningún espacio libre, hasta la orilla, habían permanecido
silenciosos a lo largo de siglos viendo pasar a los tlingit, tan respetuosos
con la naturaleza. Hasta que un día arribaron los europeos y decidieron que
aquel lugar era bueno para los negocios. Los rusos se encontraron, para su
sorpresa, a un grupo de pescadores japoneses que no tenían pinta de haberse
perdido ni que se hubieran resguardado allí por casualidad. Los españoles tomarían
posesión del lugar de forma solemne en favor de la Corona. Luego vendría la
fase de negociación con los pobladores originarios.
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