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Viaje a Alaska y Canadá 64. Un puerto en la niebla.


 

El despertador sonó antes de tiempo. El móvil no había actualizado automáticamente la hora y nos despertó a las seis y cuarto. Volvimos a acostarnos. Ninguno de los dos volvió a dormir profundamente. Poco después, Jesús se puso a ver las noticias.

El desembarco estaba programado para las nueve y media y la excursión un cuarto de hora después. Teníamos tiempo de sobra para desayunar sin prisa. El pasaje no debió pensar como nosotros y había madrugado. Era poco antes de la ocho y no había mesas libres. Tuvimos que aplicarnos para encontrar un hueco.



A esa hora estábamos ya en la bahía de Sitka. Una cinta de montañas se iba afianzando sobre el lado de estribor, el lado derecho. Iba acompañado de un cielo gris, marchito, melancólico. Era de una belleza pesarosa, compungida, como la que contemplaría una persona tras haber estado llorando durante mucho tiempo. Costaba que la niebla abandonara los salientes de la costa que retenía como una celosa amante.

La bahía estaba repleta de islas de diferentes tamaños. Imaginé que un cansado gigante había dejado caer con negligencia sobre el frío mar una ingente cantidad de islas que abandonó a su suerte. Allí quedaron desparramadas para deleite de los más variados visitantes, unas veces soldados que buscaban ampliar la soberanía de su país, otras, buscavidas que no se arredraban con las más extremas condiciones de vida. El puerto era seguro, intensamente arropado por la superposición de montañas y colinas en filas desordenadas y eficaces. Las tierras salpicadas serían suficientes para amansar el mar y domesticar su navegación.



Las bases de roca de aquellas islas pronto se poblaron de árboles. Esos bosques rodeados de agua, apretujados, sin ningún espacio libre, hasta la orilla, habían permanecido silenciosos a lo largo de siglos viendo pasar a los tlingit, tan respetuosos con la naturaleza. Hasta que un día arribaron los europeos y decidieron que aquel lugar era bueno para los negocios. Los rusos se encontraron, para su sorpresa, a un grupo de pescadores japoneses que no tenían pinta de haberse perdido ni que se hubieran resguardado allí por casualidad. Los españoles tomarían posesión del lugar de forma solemne en favor de la Corona. Luego vendría la fase de negociación con los pobladores originarios.

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