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Viaje a Alaska y Canadá 59. Mantenerse activo.


 

Me acerqué a uno de los drink quenchers (donde ofrecían agua, café o té y algunos zumos con pinta de brebajes) y escuché una música animada. Los camareros y cocineros del buffet hacían pasillo a los pasajeros que entraban o salían del restaurante y les bailaban al estilo Bollywood. La mayoría de los pasajeros no se inmutaba, mientras que la tripulación se lo pasaba de cine, que bien les venía dado el ajetreo que llevaban. Esos momentos de risas y alegrías eran esenciales para ellos y ejemplificaban la entrega a su gran obra: la felicidad de los clientes. Alguno de ellos no haría mal papel en alguna película como extra.

En la puerta me fijé en el empleado que daba la bienvenida. Era extraño al desaliento y chocaba el puño con todos, les animaba, le decía a los niños que no dejaran de tomar helado, siempre tenía una palabra graciosa para todos. ¡Qué marcha tenía! Pensé que había debido acudir a una buena escuela de coaching para poner las pilas, de la forma más simpática, a los clientes. El día lo necesitaba. Para mí se trataba de un héroe anónimo en la navegación de este segundo día que no había sido demasiado propicio para actividades al aire libre.

Decidí ir al gimnasio. Antes, me esperaba un espectáculo inesperado: el sol. La niebla se había disipado casi totalmente y había liberado al sol para alumbrar al otro crucero y sacarme de dudas. Creí durante algún tiempo que era un islote. A mi derecha, a estribor, se perfilaba una tierra montañosa, oscura, aún velada por la gasa del cielo. Tanto, que derramaba sobre ella un arco iris perezoso o tímido, otro regalo para los que habían regresado a la zona alta y abierta del barco. Me encantó comprobar que el mar se había convertido en un espejo y que contribuiría a materializar la promesa de un atardecer con matices. Es evidente que hice ejercicio con más ímpetu. En el gimnasio me encontré con nuestros compañeros de mesa, la familia catalana. Me saludaron con especial cariño. Esta es la magia de los cruceros.

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