Me acerqué a uno de los drink
quenchers (donde ofrecían agua, café o té y algunos zumos con pinta de
brebajes) y escuché una música animada. Los camareros y cocineros del buffet
hacían pasillo a los pasajeros que entraban o salían del restaurante y les bailaban
al estilo Bollywood. La mayoría de los pasajeros no se inmutaba, mientras que la
tripulación se lo pasaba de cine, que bien les venía dado el ajetreo que
llevaban. Esos momentos de risas y alegrías eran esenciales para ellos y
ejemplificaban la entrega a su gran obra: la felicidad de los clientes. Alguno
de ellos no haría mal papel en alguna película como extra.
En la puerta me fijé en el
empleado que daba la bienvenida. Era extraño al desaliento y chocaba el puño
con todos, les animaba, le decía a los niños que no dejaran de tomar helado,
siempre tenía una palabra graciosa para todos. ¡Qué marcha tenía! Pensé que
había debido acudir a una buena escuela de coaching para poner las pilas,
de la forma más simpática, a los clientes. El día lo necesitaba. Para mí se
trataba de un héroe anónimo en la navegación de este segundo día que no había
sido demasiado propicio para actividades al aire libre.
Decidí ir al gimnasio. Antes, me
esperaba un espectáculo inesperado: el sol. La niebla se había disipado casi
totalmente y había liberado al sol para alumbrar al otro crucero y sacarme de
dudas. Creí durante algún tiempo que era un islote. A mi derecha, a estribor, se
perfilaba una tierra montañosa, oscura, aún velada por la gasa del cielo. Tanto,
que derramaba sobre ella un arco iris perezoso o tímido, otro regalo para los
que habían regresado a la zona alta y abierta del barco. Me encantó comprobar
que el mar se había convertido en un espejo y que contribuiría a materializar la
promesa de un atardecer con matices. Es evidente que hice ejercicio con más
ímpetu. En el gimnasio me encontré con nuestros compañeros de mesa, la familia
catalana. Me saludaron con especial cariño. Esta es la magia de los cruceros.
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