Regresé a las palabras de
Levi-Strauss sobre superar la barrera entre el mundo natural y el mundo
sobrenatural:
Los
indios de la costa del noroeste han elaborado, a lo largo de milenios,
convenciones gráficas y plásticas y realizado procedimientos estilísticos que
mezclan, imbrican, transmutan unos en otros rasgos humanos y no humanos. Dan
vida a una realidad hasta entonces inimaginable y con la que, sin embargo, el
espectador se compenetra de inmediato: compuesta de seres de un tercer tipo, ni
humanos ni animales, sino los dos a la vez; y que, como dice el poeta “nos
observan con miradas familiares” y nos conducen a los tiempos evocados por este
libro en que “los animales revestían lo mismo la forma humana que la forma
animal y conocían perfectamente las costumbres y el lenguaje de los hombres”.
Porque
todos estos seres han desempeñado un papel determinante en el pueblo entero, o
bien en la de los clanes, las casas y las familias. La manera en que el artista
los imita o representa los rasgos de cada uno de ellos recuerda, en los
detalles, las ocasiones durante las que aparecieron. Son grandes antepasados, o
bien protectores (a veces también temibles adversarios) que los humanos
conocieron en tiempos muy antiguos. Las circunstancias de estos encuentros, tal
como los mitos y las leyendas los relatan, explican las distinciones sociales,
los grados jerárquicos, las funciones rituales. Sólo ellas permiten comprender
la forma y la ornamentación de las máscaras y los emblemas que llevan los
participantes durante las ceremonias.
Recordé los tótems que habíamos
observado y que contemplaríamos a lo largo del viaje, propios de Columbia
Británica y Alaska. Las representaciones animales eran expresivas de personajes
y clanes, contaban historias ancestrales, simbolizaban aquellos tiempos
pretéritos dominados por los mitos y que habían pasado a la cultura ancestral
de los pueblos que habían habitado estos territorios antes de la llegada de los
europeos. Cuando fui leyendo los Cuentos del cuervo, de Bill Reid y
Robert Bringhurst, quedé cautivado por las hazañas del simpático personaje que
robaba la luz y provocaba el final de la oscuridad o robaba el salmón de la
casa de los castores. También recibía su merecido cuando se pasaba de listo o
sus bajos instintos le llevaban a provocar situaciones comprometidas. Siempre
estaba buscando aventuras o metiéndose en líos. Su carácter quedaba bien
delimitado en el cuento El Cuervo y el Gran Pescador, narrado por Bill
Reid y Robert Bringhurst:
El
Cuervo, el más poderoso de todos los animales que vivieron en la edad de los mitos,
un ser cuyo capricho podía iluminar el mundo (en referencia al cuento El
Cuervo roba la luz) y llevar a Haida Gwaii los lagos y los ríos y llenarlos
de peces (como se narra en El Cuervo roba el salmón de la casa de los
Castores); el Cuervo, el gran transformador de sí mismo y del universo, la
quintaesencia de los inteligentes, complejos, retorcidos e ingeniosos haidas -y,
por lo que a todo esto se refiere, de toda la contradictoria raza humana-; el
Cuervo de múltiples voces e irisado color negro como la noche…¿por qué anda
siempre recorriendo tal o cual playa, hambriento, insatisfecho? ¿Por qué tiene
que echar mano de engaños del género más mezquino para satisfacer sus deseos? ¿Por
qué provoca sin cesar situaciones en las que, con gran frecuencia, incluso a él
mismo solamente la insulsa estratagema de la inmortalidad lo protege de la
máxima indignidad?
Salí al exterior con estas
leyendas en la cabeza. Dejé que las gotas de la lluvia se alojaran en los
cristales de mis gafas, en mi pelo, que empezaba a rizarse, en mi rostro, que
se limpiaba. Me despejó un poco, me ayudó a superar el ligero malestar y la
somnolencia. Estornudé un par de veces y regresé al interior del barco
convencido de que era lo más conveniente.
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