La lectura de la hoja parroquial
no implicaba acoplarse a sus dictados. Por ello, iba alternando las cubiertas,
la proa y la popa, me metía a la piscina cubierta si hacía frío o me sentaba a
escribir un rato en las mesas que daban a la piscina abierta. A ratos
necesitaba la sensación del agresivo viento sobre mi rostro. Sé que el viento
lo hacía por mi bien, para refrescarme, para despejarme y devolverme la
sensibilidad y que pudiera empaparme de todo lo que se ofrecía. Me cerraba la
camiseta térmica hasta el cuello y guardaba mis manos en los bolsillos del
vaquero.
La vista lo abarcaba todo. La
luz cansina se reconciliaba con la claridad y casi me ayudaba a imaginar el sol
que, travieso, se había enfundado una gasa mágica para hacerme creer que estaba
descansando o de vacaciones.
En la piscina abierta contemplé
a una familia que permanecía unida en el jacuzzi, casi acuartelada. No sé si
era la misma que lo había tomado al asalto la tarde anterior y se había
convertido en su guarnición acuática. Por ahora no habían tomado medidas para
disolverla y rescatar la soberanía. Todo fuera que el aire frío se enfureciera y
obrara la maravilla de sacarlos de ese entorno.
La piscina cubierta olía a
hamburguesa e impregnaba el ambiente. Me entró un hambre feroz y un deseo
irreprimible de inocularme colesterol. Como para atacar mi conciencia, entró
una familia pasadísima de peso. A la vuelta del viaje tenía que hacerme
análisis de sangre y debía superar la prueba. Es verdad que ofrecían ensaladas,
aunque no cantaban tanto como las hamburguesas ni apetecían tanto. Poco después
de la una de la tarde remitía el fervor por arrasar con la comida de los
feroces cruceristas.
El lifeguard abrazaba el
salvavidas y se aburría tremendamente. Mejor, debía de pensar, aunque era
difícil ahogarse en la piscina ya que su profundidad era bastante escasa. Pero
la gente era capaz de las mayores maravillas para entretenerse y quizá una de
ellas fuera poner a prueba la profesionalidad del socorrista.
Estuve escribiendo en el solárium,
la piscina cubierta, hasta que llegaron Javier y José Ramón. Buscamos a Jesús
en el bar y en otros lugares. Desconocíamos cuáles eran sus hábitos. Nos
sentamos un rato y descansamos para hacer tiempo hasta la comida. Almorzamos en
el buffet de la cubierta 11. Tuve la impresión de que había gente que
continuaba pululando por allí en busca de una segunda vuelta.
Como en el desayuno, la comida
era abundante y variada. Ese día ofrecían comida india, moussaka, que tomé yo,
pizzas, hamburguesas, perritos calientes, pasta, nachos. Optamos por una buena
y abundante ensalada y probamos varias cosas. Estaba todo bastante bueno.
Algo no funcionaba demasiado
bien en mi cuerpo y me refugié en el camarote. Me quedé dormido hora y media,
lo cual no ayudó mucho para recuperarme del jet lag.
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