Designed by VeeThemes.com | Rediseñando x Gestquest

Viaje a Alaska y Canadá 53. Estelas, fragatas y goletas.


 

Me concentré en el mar y éste me regaló un espectáculo singular: las nubes arropaban a los otros dos cruceros y solo veía una parte de sus estructuras, abrazadas por el blanco y algodonoso cinturón de las densas masas. Parecían querer trepar hasta lo alto de las cubiertas, como en un abordaje, como también se arrastraban infructuosamente por las faldas de las montañas. Producían un efecto extraño, de bendición de nieve demasiado baja, como neveros o glaciares fuera de lugar, parches de invierno adelantado que miraban al mar con ojos ávidos definidos por un amor geológico.

Fijé la mirada en la impetuosa estela que se había anunciado desde el interior del bar de popa. Me imaginé como uno de los tripulantes de aquellas gloriosas expediciones de finales del siglo XVIII, a bordo de una de aquellas fragatas que seguía las instrucciones del virrey de Nueva España. Me imaginaba como cronista, ya que mis habilidades guerreras eran escasas y la vida de marinero era demasiado dura. Tampoco quería ser una carga. Nos esperarían la isla de San Carlos, que posteriormente sería redenominada como Forrester Island, al sudoeste de la isla Príncipe de Gales, y el cabo de San Agustín, en Langara Island, la isla más septentrional de Haida Gwaii, el que fuera el archipiélago de la reina Carlota.



Siempre me han fascinado esas fragatas y goletas de hermoso porte, mascarones soberbios, popas adornadas como para un baile, los ojillos de las troneras de los cañones a babor y estribor. De apariencia consistente, eran víctimas de los inesperados caprichos del mar que las vapuleaban, qué extraían quejidos de muerte a sus maderas, que ponían a prueba la pericia de las dotaciones y los capitanes. Navegar por estas aguas no era un crucero de placer sino un riesgo para la vida. Pienso que debían estar locos para internarse por estos lugares o estar insuflados de un carácter y un espíritu que no se amilanaba fácilmente, un patriotismo y un sentido del deber hacia la Corona que no podemos comprender en la actualidad. Mucho peor era navegar a mar abierto, sin la protección relativa que otorgaban las islas pegadas a la costa continental.

La salvaje hermosura del paisaje encerraba una trampa mortal que podría materializarse tras cualquiera de los accidentes geográficos que jalonaban la ruta por aquel laberinto de canales. En aquellos tiempos no disponían de los sofisticados y casi infalibles instrumentos de navegación actuales, ni siquiera de cartas náuticas suficientemente fiables. La violencia, en forma de tormentas que fagocitaban lo que se interpusiera en su camino, marcaba su territorio, que hacía valer de la forma más cruel y celosa. El mar se revelaba colérico. Mejor desaparecer antes de que uno de esos prontos meteorológicos acabara con la expedición de turno. No siempre aparecía, salvador, un refugio donde guarecerse. Las olas podían estrellar un barco contra los acantilados o los arrecifes en poco tiempo.

0 comments:

Publicar un comentario