Me concentré en el mar y éste me
regaló un espectáculo singular: las nubes arropaban a los otros dos cruceros y
solo veía una parte de sus estructuras, abrazadas por el blanco y algodonoso
cinturón de las densas masas. Parecían querer trepar hasta lo alto de las
cubiertas, como en un abordaje, como también se arrastraban infructuosamente
por las faldas de las montañas. Producían un efecto extraño, de bendición de
nieve demasiado baja, como neveros o glaciares fuera de lugar, parches de
invierno adelantado que miraban al mar con ojos ávidos definidos por un amor
geológico.
Fijé la mirada en la impetuosa
estela que se había anunciado desde el interior del bar de popa. Me imaginé
como uno de los tripulantes de aquellas gloriosas expediciones de finales del
siglo XVIII, a bordo de una de aquellas fragatas que seguía las instrucciones
del virrey de Nueva España. Me imaginaba como cronista, ya que mis habilidades
guerreras eran escasas y la vida de marinero era demasiado dura. Tampoco quería
ser una carga. Nos esperarían la isla de San Carlos, que posteriormente sería
redenominada como Forrester Island, al sudoeste de la isla Príncipe de Gales, y
el cabo de San Agustín, en Langara Island, la isla más septentrional de Haida
Gwaii, el que fuera el archipiélago de la reina Carlota.
Siempre me han fascinado esas
fragatas y goletas de hermoso porte, mascarones soberbios, popas adornadas como
para un baile, los ojillos de las troneras de los cañones a babor y estribor.
De apariencia consistente, eran víctimas de los inesperados caprichos del mar
que las vapuleaban, qué extraían quejidos de muerte a sus maderas, que ponían a
prueba la pericia de las dotaciones y los capitanes. Navegar por estas aguas no
era un crucero de placer sino un riesgo para la vida. Pienso que debían estar
locos para internarse por estos lugares o estar insuflados de un carácter y un
espíritu que no se amilanaba fácilmente, un patriotismo y un sentido del deber
hacia la Corona que no podemos comprender en la actualidad. Mucho peor era
navegar a mar abierto, sin la protección relativa que otorgaban las islas
pegadas a la costa continental.
La salvaje hermosura del paisaje
encerraba una trampa mortal que podría materializarse tras cualquiera de los accidentes
geográficos que jalonaban la ruta por aquel laberinto de canales. En aquellos
tiempos no disponían de los sofisticados y casi infalibles instrumentos de
navegación actuales, ni siquiera de cartas náuticas suficientemente fiables. La
violencia, en forma de tormentas que fagocitaban lo que se interpusiera en su
camino, marcaba su territorio, que hacía valer de la forma más cruel y celosa. El
mar se revelaba colérico. Mejor desaparecer antes de que uno de esos prontos
meteorológicos acabara con la expedición de turno. No siempre aparecía, salvador,
un refugio donde guarecerse. Las olas podían estrellar un barco contra los
acantilados o los arrecifes en poco tiempo.
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