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Viaje a Alaska y Canadá 47. Saliendo a mar abierto.


 

En formación, como la que habíamos divisado dos días antes, progresaban los cruceros hacia la puesta del sol, como si hubiera una competición entre los cruceros, entre las navieras. Y en formación cerrada nos acompañaban las nubes.

Las islas se habían relajado y el mar iba tomando un control absoluto. Era su ámbito y no iba a permitir más veleidades que las que le convinieran.

Soplaban los vientos y el frío moderado se iba imponiendo. Me hubiera gustado que fueran vientos propicios, como los que guiaron a nuestros antepasados por estos caminos de agua. No llevábamos velas -Javier afirmaba que el barco se impulsaba por gas natural, muy abundante en Canadá y mucho más ecológico que el diésel- aunque siempre es bueno ir a favor de la corriente, a favor del viento, a favor de las tendencias.



El mar administraba sus artes y dejaba al barco avanzar con fuerza sobria, a una velocidad algo más moderada de la que nos imaginábamos. Quizá no quería perder el hilo de la charla entre el sol y las nubes, o entre las nubes y el horizonte, o entre las olas y las islas difuminadas por la distancia.

Me abstuve de pensar en fuerzas malignas. Nada lo hacía intuir. Al desecharlo de mi mente, las arrojaba al fondo del océano para que fueran insignificantes. Aventuras, y no desventuras, eran lo que adivinaba en aquella primera tarde de crucero.

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