Las nubes salieron en mi ayuda y
animaron al sol yacente a que jugara un poco y borrara el gris del paisaje y le
dotara de un colorido dorado o sangriento, morado o anaranjado, menos aburrido
y más cercano a leyendas y actuaciones de magos. No era posible que los dioses
se hubieran desmarcado de aquellos paisajes por el mero hecho de que los
visualizara un grupo de cruceristas con cócteles en la mano y cierta nula
sensibilidad para los atardeceres sin demasiados matices.
Me puse a buscar entre los
filtros que me ofrecía la cámara y me di cuenta de que lo que necesitaba era un
filtro de amor, como en tiempos medievales, un filtro que cambiara mi mente y
me ayudara a ser menos sensato y más proclive a lo mágico. Porque aquel paisaje
aparentemente simple era seductor, siempre que el receptor supiera apreciar el
valor de lo que se le ofrecía. Ese era el reto y para ello necesitaba algo más
que una buena cámara.
Quizá por ello la cubierta se
fue despejando. Los vencidos por el reto que no podían descifrar se marchaban a
cenar (primer turno, excesivamente madrugador) que esperaban tiempos o lugares
más sencillos de interpretar y de captar. Yo permanecía solo en mi sitio,
modificando mi posición para intentar lograr la bendición de los dioses (unas
veces con mayúsculas y otras con minúsculas) que estaban tramando algo
sencillamente maravilloso para el que aguantara el tirón de esos primeros
colores e imágenes. El gris podía fugar a cualquier matiz cromático que
quisiera.
Las nubes volvieron a la carga y
yo las dejé hacer. Se derramaron en angustiosos jirones cargados de lluvia
latente, se empecinaron en rasgar todo el cielo, abandonaron el infantil blanco
y se vistieron de un denso y guerrero vestido negro, como cazadoras de cuero de
motoristas del cielo. Amenazaban, pero era una pose para que les hicieran caso
ante la recesión de público que se había refugiado en el interior.
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