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Viaje a Alaska y Cabadá 48. Diálogo con el viento.


 

Me quedé solo con el mar y el viento. ¡Qué difícil es dialogar con el viento! No solo porque su lenguaje es oscuro y, en muchos casos, incomprensible. A veces, es atronador y no hay quien capte su mensaje. Otras, cuchichea y se confunde con otros sonidos ambientales.

En mi soledad le propuse un diálogo y le pregunté cómo estaba. Me pegó un bufido intempestivo, como si me hubiera entrometido en su existencia. Lo único que quería era ser amable. Me recompuse el pelo y la ropa e hice amago de marcharme. Tampoco había mayor atractivo. Se calmó, se convirtió en un vientecillo alegre que jugueteaba con las superficies del barco que más sobresalían y abandonó sus destemplanzas. Lo mismo trababa amistad y prescindía de mis deseos de charla.

Me apoyé en la barandilla y escudriñé el rostro del viento. Lo de escudriñar lo repetiría a menudo en el crucero. Me lo imaginé de mofletes regordetes, como siempre se le había representado en el acto de soplar. Por contra, me llevé un chasco morrocotudo al contemplar a un tirillas fibroso, o así me pareció al fijar la vista. Su estado gaseoso daba para múltiples interpretaciones y quizá compaginara esas imágenes sin rostro.

Abandonó sus malos modos y su deseo de impresionarme y se conformó con revolverme el pelo con suavidad. Lo agradecí. Y allí nos pusimos frente a frente, como es mejor para dialogar.

-Te han dejado solo en cubierta -dijo con parsimonia. Lo confirmé con una mirada rápida en redondo.

-No has hecho mucho para mantenerlos aquí. Yo he aguantado de milagro.

-Soy un incomprendido. Desde que estos trastos ya no dependen de nosotros para moverse nos han perdido el respeto.

-Pues que lleven cuidado porque un golpe de viento altera los planes y luego llegan las lágrimas.

-Seguimos moviendo las nubes, apoyamos el vuelo de las aves -en ese momento pasó una formación en uve-, agitamos los malos pensamientos y los espantamos.

-Sana labor, sin duda.

Allí estuvimos entretenidos los dos hasta que fui consciente de que había que bajar a cenar. El segundo turno era a las 7,45. Desde luego, llevaban otro horario distinto al español, aunque fuera verano.

Mi intención de fotografiar el atardecer se saldó con un gran fracaso. La luz era demasiado potente y mis experimentos con los filtros de la cámara fueron un tremendo desastre. El sol, que aún gastaba bastante mala leche, se dejó de juegos y frustró toda mi creatividad. Ya vendrían tiempos mejores.

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