Con aquellas primeras maniobras
Vancouver norte se ofreció cariñoso a nuestros ojos. Se derramaba desde la
montaña, en cuesta, lo que imaginamos no debía ser muy cómodo para vivir. Si
trabajabas en el Downtown te obligaba a tomar el puente todos los días y,
previsiblemente, con los atascos, no tendrías tiempo para admirar Stanley Park,
como nosotros hicimos poco tiempo después. Completábamos nuestra visión del
hermoso parque, de las playas del oeste de la ciudad, de los rascacielos
tapados por las copas de los árboles tupidos.
Con un poco más de perspectiva
apreciamos que el monte Baker cubría las espaldas de Vancouver, a pesar de
encontrarse bastante lejos, en territorio de Estados Unidos. Lo confundí con el
volcán Santa Elena, más al sur. Nos sacó de la confusión uno de los oficiales.
Otras montañas se desdibujaban al alejarnos, se despedían, nos deseaban buen
viaje. Contemplamos Vancouver oeste y sus fiordos. Las casas empezaban a
escasear y se incrustaban en el verdor indultado del bosque. Eran puro
aislamiento. Nos preguntamos cómo se llegaría hasta ellas.
Desconozco qué palabras,
conjuros o encantamientos levantaron las islas desde los negros abismos de
aquellos mares. Tampoco supe por qué aquel Creador caprichoso había alzado esas
tierras flotantes con una vocación horizontal que se perdía en la bruma del
extremo del paisaje, un horizonte más propio de un cuento fantástico que de la
costa de un territorio como Dios manda. Quizá Dios había sido permisivo y había
disfrutado con aquel conjunto de lomos bajos que me recordaron a la serpiente
de El principito que se había tragado un elefante. Y ese simpático y
universal personaje me recordó que tenía que dejarme de realidades y afinar mi
imaginación y mi creatividad, porque las fotos que estaba haciendo sin parar
eran una gloriosa castaña, prescindibles, sin alma.
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