El sol parecía haberse detenido
en una zona intermedia del cielo sin intención alguna de bajar y refugiarse al
final del día en los abismos del horizonte. Quizá no le dejaban las islas que
acaparaban la atención de quienes habíamos subido a la parte superior del ferry
para entretenernos durante la navegación.
Las nubes trazaban sombras
tenues, bien planchadas, impecables en su aspecto, que se movían y desaparecían
con la velocidad del viento. Las que se rasgaban provocaban unos juegos de
luces de colores que animaban el espíritu de la tarde, algo cansado y afectado
aún por el jet lag. Sin esas nubes y sus efectos especiales sencillos y
eficaces hubiéramos caído en la apatía. Esos instantes hubieran pasado al baúl
de los olvidos.
Me asomé por la barandilla con
la curiosidad de saber si las olas cuchicheaban o simplemente se rompían contra
el casco del transbordador. Probablemente pretendían captar la atención y
desviarla de la prodigiosa luz del atardecer, o de las costas fragmentadas del
horizonte, como una línea discontinua o un mensaje en morse a base de puntos y
guiones. Las olas se deshilachaban en una estela regular, monótona, sonriente.
Rizaban la superficie dorada del mar agitando los colores.
Muchas veces he pensado que los
regresos por la misma ruta pueden ser tediosos: sólo ofrecen lo ya visto. Sin
embargo, otras experiencias me han demostrado que estoy en un error
imperdonable y que hay que prestar atención tanto en la ida como en la vuelta. Los
matices son diferentes, como diferentes son los puntos de vista o los ánimos
con los que te enfrentas. La luz del día o de la tarde, la fiebre ávida de
captar las primeras horas o el lánguido cansancio del final de la jornada
matizan la percepción.
Allí estaba sin la compañía de
mis amigos, sin la posibilidad de charlar, de escuchar sus consejos o sus reflexiones,
del apunte de algo que se me escapara y que era importante.
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