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Viaje a Alaska y Canadá 37. Atardecer de olas.

 


El sol parecía haberse detenido en una zona intermedia del cielo sin intención alguna de bajar y refugiarse al final del día en los abismos del horizonte. Quizá no le dejaban las islas que acaparaban la atención de quienes habíamos subido a la parte superior del ferry para entretenernos durante la navegación.

Las nubes trazaban sombras tenues, bien planchadas, impecables en su aspecto, que se movían y desaparecían con la velocidad del viento. Las que se rasgaban provocaban unos juegos de luces de colores que animaban el espíritu de la tarde, algo cansado y afectado aún por el jet lag. Sin esas nubes y sus efectos especiales sencillos y eficaces hubiéramos caído en la apatía. Esos instantes hubieran pasado al baúl de los olvidos.



Me asomé por la barandilla con la curiosidad de saber si las olas cuchicheaban o simplemente se rompían contra el casco del transbordador. Probablemente pretendían captar la atención y desviarla de la prodigiosa luz del atardecer, o de las costas fragmentadas del horizonte, como una línea discontinua o un mensaje en morse a base de puntos y guiones. Las olas se deshilachaban en una estela regular, monótona, sonriente. Rizaban la superficie dorada del mar agitando los colores.



Muchas veces he pensado que los regresos por la misma ruta pueden ser tediosos: sólo ofrecen lo ya visto. Sin embargo, otras experiencias me han demostrado que estoy en un error imperdonable y que hay que prestar atención tanto en la ida como en la vuelta. Los matices son diferentes, como diferentes son los puntos de vista o los ánimos con los que te enfrentas. La luz del día o de la tarde, la fiebre ávida de captar las primeras horas o el lánguido cansancio del final de la jornada matizan la percepción.

Allí estaba sin la compañía de mis amigos, sin la posibilidad de charlar, de escuchar sus consejos o sus reflexiones, del apunte de algo que se me escapara y que era importante.

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