Sunken Garden, en la parte central de la cantera, mostraba el milagro de su transformación. Desde lo alto era una imagen preciosa, lujuriosa, me atrevería a calificar. Impactaba, abría el espíritu a quien aún fuera escéptico sobre aquella maravilla. Bajamos por las escaleras hacia los senderos bien marcados. Ya habría tiempo para dejarse llevar y perderse por el bosque para contemplar todo acompañados de la luz que filtraban las ramas.
La variedad de flores era impresionante. La combinación de colores era de una exquisitez maravillosa. Continuamos hasta Quarry Lake y la fuente Ross. Disfrutamos de las plantas acuáticas y de los chorros difusos. Pasamos el jardín de boj, Rose Carrouselle, para los más pequeños, y admiramos los tótems junto al área en que podías disfrutar de los fuegos artificiales que todos los sábados de julio y agosto celebraban por la noche. Porque los jardines ofrecían opciones de ocio, como esos fuegos artificiales, conciertos o recitales.
La fuente del Dragón estaba cerca de la rosaleda. Nunca pensé que hubiera tantas y tan hermosas variedades de rosas. Estaban marcadas con su nombre, país de origen y año de registro en la American Rose Society. Este sí que estaba en eclosión.
El jardín japonés me trasladó a ese país del que conservaba un estupendo recuerdo. Su poder evocador era tangible. Contribuyó a su belleza un paisajista japonés, Isaburo Kishida. De apariencia salvaje, aunque cuidado al límite, el riachuelo que lo rodeaba aportaba sonidos de paz y meditación.
El jardín italiano ocupaba lo que fue la pista de tenis de la familia Butchart hasta 1926. Después se recubrió de refinamiento. Jesús y yo nos saltamos el jardín Mediterráneo, tomamos un helado y dimos una vuelta por la tienda.
Con satisfacción abandonamos el lugar y nos dirigimos al ferry.
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