Me hubiera gustado haber
presenciado la conversación entre Jennie Butchart y su marido Robert Pim
Butchart en torno a la cantera abandonada que durante un tiempo había
abastecido de cemento a una planta propiedad del señor Butchart. Quizá él leía
el periódico y fumaba en su pipa con una copa de jerez u oporto cerca del
sillón en que se relajaba tras una extenuante jornada de trabajo. Jennie aprovecharía
el momento propicio para preguntarle por el destino de aquel terreno baldío. Él
arquearía una ceja, perplejo. Ella llevaría la conversación a su terreno, con
habilidad y decisión, como luego dirigiría el jardín que en aquel momento había
decidido crear sobre la base de algo inútil. Es probable que Robert no opusiera
resistencia y regalara, condescendiente, la propiedad a su amada esposa. El
capricho no afectaba a sus finanzas, por otra parte, perfectamente saneadas. Le
divertiría el gesto, el reto. Lo que no pudo imaginar fue el resultado de
aquella inusual conversación. O que anualmente un millón de personas visitaran
ese jardín prodigioso. Eso sí, él contribuyó con la recolección de semillas y
plantas en los viajes que ambos realizaron por el mundo y que quedarían
plantadas en aquel edén.
Antes incluso de llegar a
Butchart Gardens disfrutamos con el recorrido, especialmente con el último
tramo. Kim aparcó, sacó los tickets (38 dólares por persona), nos dio unas
breves explicaciones y nos lanzó a descubrir el jardín que llevaba floreciendo
más de un siglo (desde 1904). Ocupaba 22 hectáreas de una finca de 53
hectáreas.
No puedo decir que sea un
especial aficionado a la botánica, a la horticultura o a la jardinería. Para
ello llevaba a mis tres amigos, que controlaban bastante, y que se conjuraron
para trasladarme su entusiasmo. Y, desde luego, lo consiguieron.
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