El primer lugar al que nos llevó
Kim estaba a las afueras de Victoria. Junto a Beacon Hill Park, lugar habitual
de expansión de los victorianos, se alzaba la estatua que homenajeaba a un
héroe local: Terry Fox. Terrance Stanley Fox fue un buen deportista, pero, ante
todo, fue un luchador. No le sonrió la suerte y con 18 años le amputaron la
pierna derecha al diagnosticarle un tipo de cáncer de huesos. Siguió jugando al
baloncesto, en silla de ruedas, y corriendo con una pierna ortopédica. Con
aquella primitiva prótesis inició una marcha reivindicativa a finales de 1979,
el Maratón de la Esperanza. Quería atravesar el país de costa a costa y
recaudar dinero para la lucha contra el cáncer. Pretendía recaudar un dólar
canadiense por cada habitante del país (en aquel entonces, 24 millones). Empezó
en San Juan de Terranova, en el Atlántico, y diariamente corrió el
correspondiente a un maratón, 42 kilómetros. Su objetivo era Victoria, a 8.000
kilómetros. Al llegar a Ontario ya era famoso. Los políticos querían
fotografiarse con él. Pero el cáncer se fue extendiendo y tuvo que abandonar
cuando le alcanzó a los pulmones y llevaba más de 5.000 kilómetros y 143 días.
Murió antes de cumplir los 23 años. Una placa marcaba el kilómetro cero de la Transcanadiense
que une este punto con San Juan de Terranova.
La carrera Terry Fox se celebra
anualmente desde 1981 en más de 60 países para recaudar fondos.
La persona de Terry Fox y su
lucha me hizo pensar sobre la personalidad de los canadienses, gente con
espíritu emprendedor, de lucha, que no se amilanaba ante un territorio
inexplorado o ante montañas aparentemente inaccesibles. Ese era el carácter de los emigrantes que
habían hecho crecer al país y que formaban un crisol de razas y credos que
dotaban a la nación de tolerancia y diversidad.
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