Las nubes cabalgaban el cielo y
lo dotaban de movimiento, provocaban el temblor de los contrastes, simulaban
cobrar vida e impactaban en el espectador de forma singular. Y lo curioso es
que no utilizaban nada que no estuviera ya disponible: reflejos, sombras,
brillos, engaños infantiles. Lo brindaban a quien quisiera invertir una pequeña
porción de su tiempo ajetreado y reavivara la creatividad que llevaba dentro.
El encantamiento se quebró con
la voz de tenor de un claxon, que me arrojó de la nube en que me había asentado
sin darme cuenta. Me lanzaba a seguir disfrutando de la ciudad en compañía de
mis amigos, que llevaban un buen rato haciéndose selfies. Tantos, que
cuando les propuse posar para mi cámara reaccionaron con un selfie de
grupo. Hay que reconocer que José Ramón es un maestro en esta técnica y al poco
cada cual tenía establecido su hueco en el rectángulo del móvil y cuando “nos
llamaba a selfie” todos conformábamos inmediatamente la imagen perfecta.
Alcanzamos una amplia plaza, que
los edificios grandullones exigían espacio. Estábamos ante los Vancouver Law
Courts y los British Columbia Courts. Cuatro licenciados en derecho, con
distintas variaciones en su aplicación, deben rendir honores a las sedes de los
órganos judiciales de la ciudad y su provincia. Estábamos en Robson Square.
La cultura estaba representada
por la Vancouver Art Gallery, un edificio neoclásico que fue inicialmente el
Palacio de Justicia. Posteriormente fue reformado por Arthur Erikson, que dio a
luz varias obras en la ciudad.
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