Poco hay que contar sobre nuestro vuelo hasta Toronto. Nos entretuvimos leyendo un poco, viendo las películas que ofrecían o durmiendo a ratos intermitentes. Sin embargo, sentí que el vuelo me liberaba, me descargaba de los problemas que me habían sometido en las semanas anteriores. Quizá sea excesivo: volar me hizo trascender. Cualquiera diría que me había fumado algo indebido.
Aterrizamos en hora. No pudimos deleitarnos
con las vistas de los lagos y de la ciudad, la más poblada y próspera del país al
ir situados en la isla del avión.
Pasamos un nuevo control de
pasaportes para nuestra conexión con el vuelo a Vancouver. Recorrimos las
tiendas del aeropuerto, Javier y José Ramón compraron en la tienda de los
Toronto Raptors y confirmamos que en este país se respetaba el bilingüismo. Publicaban
edición canadiense de la revista Hola (Hello). Los españoles
seguían conquistando el mundo.
Para entretenernos un rato nos
sentamos a observar las pintas de la gente. La variedad del mundo en movimiento
se confirmaba en los pasillos y salas de espera. El mundo era ancho, más
homogéneo de lo que querían hacernos entender, en algunos casos, y más
variopinto en detalles que nos encantaba resaltar. La uniformidad nos aportaba
seguridad; la singularidad, cierta euforia incontenida por diferenciarnos de la
masa, de una masa con la que más teníamos en común, probablemente.
Embarcamos en hora. El avión iba
repleto, como una colmena bien dominada por la organización gregaria. Lo único
que nos dieron en ese vuelo de cinco horas fue una bebida. La comida era de
pago. Tampoco ofrecieron mantas ni almohadas, algo que impidió que ligara una
posición cómoda que me permitiera descansar. José Ramón no pudo dormir y el
resto, salvo Jesús, no descansamos demasiado.
El cansancio desordenó mis ideas
y tuve que hacer un gran esfuerzo para impedir que mi mente me devorara con
sordos matices negativos. Me concentré para controlar mi turbulenta cabeza y
reposicionarla hacia el inicio del viaje, hacia el disfrute de una persona
vulnerable, hacia el momento que me aportaría felicidad.
Nos propusimos tomar un taxi. Lo
malo era que los precios que informaban en el avión no coincidían. Además,
hubiéramos necesitado dos taxis, por el volumen de nuestras maletas. Y qué
mejor forma de iniciar nuestra estancia en Vancouver que mezclarnos con la gente
corriente, la que tomaba el transporte público, la que nos interesaba y nos
enseñaría algo cotidiano. Nos fuimos disciplinadamente al tren.
No creo que perdiéramos el
tiempo.
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