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Viaje a Alaska y Canadá 24. Pensamientos que provoca el mar.


 

La primera parte de la travesía era aburrida, según nuestra conductora. No le faltaba razón. Era de aguas abiertas, sin otra referencia que no fuera el cielo y el mar. Lo mejor era desayunar en la cafetería del ferry, de buena calidad, aunque absolutamente abarrotada, o descansar. Aproveché para poner orden en mis notas.

La posibilidad de contemplar delfines, nutrias de mar o ballenas era remota. No obstante, la gente salió a la cubierta superior para disfrutar del mar hasta que empezaron a aparecer las islas del Golfo.

Luz creciente, nubes menguantes. La línea de costa se acrecentaba, pasaba de una línea a una franja con tendencia a ampliar su grosor sobre el agua, a dotarse de un perfil de ascensos y descensos, de montañas que se deslizaban irremisiblemente hacia el mar. Tuve la sensación de que eran esas tierras las que se movían, en vez del transbordador, que era un glorioso mirador para viajeros caprichosos.

El heterogéneo pasaje iba abrigado. Algunas mujeres y niños, en exceso. El aire era fresco y puro, saludable, naturaleza etérea, salvo por el humo de la chimenea, que se dispersaba rápidamente volatilizando su contaminación y un olor oscuro. Había que elegir el lugar para no estar bajo su influencia.



Me gustaba el mar. Me ayudaba a pensar, a cuestionarme sobre la vida en aquel trance por el que pasaba y que era desconocido por la inmensa mayoría de las personas que me conocían. Quería meditar sobre mi destino, con el que me enfrentaría tras mi regreso. Quería evitar entrar en bucle, obsesionarme y que mis pensamientos me devoraran, me agobiaran, me aprisionaran y me llenaran de una negativa confusión. El aire fresco me recordaba que debía disfrutar el momento, vaciar mi mente para dejar espacio a otras ideas más refrescantes y limpias. Carpe diem, sería mi himno. Dejé vagar mis pensamientos para experimentar la libertad.

Tenía la impresión de que al iniciar el viaje había iniciado una búsqueda necesaria para el devenir de mi vida, sin saber cuál era la meta de mi travesía. Era consciente de que, al iniciarlo, la meta vendría a mí, mi destino rompería las cadenas de donde estaba anclado e iría a mi encuentro. Me sentí más relajado. Me ponía a disposición de mi destino. Que él decidiera.

Percibí un aroma verde, sin duda, de los frondosos bosques que cubrían por completo las islas y sus costas. Los bosques eran en sí las propias islas, bosques flotantes que acaparaban aquellos puntos donde se rompía la horizontal del océano. Era un aroma de bondad, de ingenuidad, de sentimientos positivos. Aquella visión me daba muy buen rollo.

Me encontré con mis compañeros de viaje, charlamos un rato, pero todos dejamos que el paisaje fluyera dentro de nosotros. Aprovechamos para hacernos unas fotos y preguntarnos dónde estábamos.

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