La primera parte de la travesía
era aburrida, según nuestra conductora. No le faltaba razón. Era de aguas
abiertas, sin otra referencia que no fuera el cielo y el mar. Lo mejor era
desayunar en la cafetería del ferry, de buena calidad, aunque absolutamente
abarrotada, o descansar. Aproveché para poner orden en mis notas.
La posibilidad de contemplar
delfines, nutrias de mar o ballenas era remota. No obstante, la gente salió a
la cubierta superior para disfrutar del mar hasta que empezaron a aparecer las
islas del Golfo.
Luz creciente, nubes menguantes.
La línea de costa se acrecentaba, pasaba de una línea a una franja con
tendencia a ampliar su grosor sobre el agua, a dotarse de un perfil de ascensos
y descensos, de montañas que se deslizaban irremisiblemente hacia el mar. Tuve
la sensación de que eran esas tierras las que se movían, en vez del transbordador,
que era un glorioso mirador para viajeros caprichosos.
El heterogéneo pasaje iba
abrigado. Algunas mujeres y niños, en exceso. El aire era fresco y puro,
saludable, naturaleza etérea, salvo por el humo de la chimenea, que se
dispersaba rápidamente volatilizando su contaminación y un olor oscuro. Había
que elegir el lugar para no estar bajo su influencia.
Me gustaba el mar. Me ayudaba a
pensar, a cuestionarme sobre la vida en aquel trance por el que pasaba y que
era desconocido por la inmensa mayoría de las personas que me conocían. Quería
meditar sobre mi destino, con el que me enfrentaría tras mi regreso. Quería
evitar entrar en bucle, obsesionarme y que mis pensamientos me devoraran, me
agobiaran, me aprisionaran y me llenaran de una negativa confusión. El aire
fresco me recordaba que debía disfrutar el momento, vaciar mi mente para dejar
espacio a otras ideas más refrescantes y limpias. Carpe diem, sería mi
himno. Dejé vagar mis pensamientos para experimentar la libertad.
Tenía la impresión de que al
iniciar el viaje había iniciado una búsqueda necesaria para el devenir de mi
vida, sin saber cuál era la meta de mi travesía. Era consciente de que, al
iniciarlo, la meta vendría a mí, mi destino rompería las cadenas de donde
estaba anclado e iría a mi encuentro. Me sentí más relajado. Me ponía a
disposición de mi destino. Que él decidiera.
Percibí un aroma verde, sin duda,
de los frondosos bosques que cubrían por completo las islas y sus costas. Los
bosques eran en sí las propias islas, bosques flotantes que acaparaban aquellos
puntos donde se rompía la horizontal del océano. Era un aroma de bondad, de
ingenuidad, de sentimientos positivos. Aquella visión me daba muy buen rollo.
Me encontré con mis compañeros
de viaje, charlamos un rato, pero todos dejamos que el paisaje fluyera dentro
de nosotros. Aprovechamos para hacernos unas fotos y preguntarnos dónde
estábamos.
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