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Viaje a Alaska y Canadá 2. De la incomodidad al placer


 

Todos los viajes se inician con incomodidades: el traslado al lugar o al ámbito designado, los trámites burocráticos, la preparación del equipaje... el lector puede redactar su propia lista con sus preferencias más maléficas. En los últimos dos años y medio se habían multiplicado como consecuencia de la pandemia y el establecimiento de una monstruosa lista de trámites y formularios capaces de desanimar al más ilusionado de los viajeros.

Sin embargo, es la ilusión lo que impulsa a viajar. Cada cual puede, también, establecer las motivaciones que le impulsan a vivir lo que se esconde detrás de tantas incomodidades e inconvenientes. Hay quien sigue la corriente de viajar porque está de moda, los que buscan temas para una conversación inteligente al regreso, los que buscan materiales para invadir las redes sociales, o reivindicarse y dar envidia. Abundan los que no saben muy bien por qué han iniciado el viaje o han abandonado la comodidad de sus hogares. Los que viajan para sentir experiencias, para enriquecerse personalmente, para comprender el mundo y a otras culturas, para captar otras ideas y pensamientos, me atrevería a afirmar que son una pequeña minoría. Los cuatro que formábamos el grupo de este viaje buscábamos ese legado de conocimiento. La amistad entre nosotros trabajaba positivamente para hacer realidad todo ello.

Antes de embarcarnos en el avión, tomando un café en el aeropuerto, coincidimos en expresar que los preparativos de este viaje habían generado una ansiedad insólita. Era como si todo lo que lo rodeaba se hubiera confabulado en nuestra contra, como si tuviéramos que ser desarmados de valor, antes de gozar de la más leve esperanza de alcanzar nuestro destino, al considerarnos invasores. Los precios habían subido, la paridad del euro con el dólar era a favor del segundo -¡qué tiempos en que estaba entre un 20 y un 30 por ciento a favor del euro!- la situación política internacional era de total tensión, la crisis económica se abalanzaba en forma de anuncio de recesión, el otoño se prometía caliente (frío en temperaturas por los precios de la energía). Si uno pensaba en todo ello acudiría al establecimiento más cercano a asesorarse para un suicidio eficaz a corto precio.

Mi maleta color berenjena lucía una hermosa capa de polvo que no me atreví a retirar como homenaje a su paciencia. Llevaba sin salir desde 2019, poco después de que me la regalaran. A pesar de todo ello, no se había quejado ni había manifestado su pena acumulada. Era una fiel servidora a la que prometí tratar con todo cariño. Me dolió cuando comprobé la desconsideración con que la trataban al desprenderme de ella en las cintas de facturación.

El primer filtro de pruebas iniciáticas viajeras lo pasamos sin demasiados problemas gracias a nuestras gestiones burocráticas y la obtención de la ETA canadiense (una autorización previa que funcionaba como un visado automático) y la cumplimentación de la aplicación ArriveCan. Por supuesto, con nuestro pasaporte Covid de tres vacunas administradas, requisito esencial ineludible. En destino, podían realizar aleatoriamente una PCR y comprobar nuestro estado de salud. Para el crucero de Alaska deberíamos hacernos un test de antígenos. Quien no lo superara sería descalificado y sometido a cuarentena. Entonces comprobaríamos si el seguro de cancelación contratado era plenamente eficaz. Todos pensábamos que lo mejor era que la compañía ganara dinero sin siniestros que declarar.

Una vez sentados en el avión comprobamos que la clase turista mantenía férreamente su poder destructivo sobre la espalda de la clase media.

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