Todos los viajes se inician con
incomodidades: el traslado al lugar o al ámbito designado, los trámites
burocráticos, la preparación del equipaje... el lector puede redactar su propia
lista con sus preferencias más maléficas. En los últimos dos años y medio se habían
multiplicado como consecuencia de la pandemia y el establecimiento de una
monstruosa lista de trámites y formularios capaces de desanimar al más
ilusionado de los viajeros.
Sin embargo, es la ilusión lo
que impulsa a viajar. Cada cual puede, también, establecer las motivaciones que
le impulsan a vivir lo que se esconde detrás de tantas incomodidades e
inconvenientes. Hay quien sigue la corriente de viajar porque está de moda, los
que buscan temas para una conversación inteligente al regreso, los que buscan
materiales para invadir las redes sociales, o reivindicarse y dar envidia. Abundan
los que no saben muy bien por qué han iniciado el viaje o han abandonado la
comodidad de sus hogares. Los que viajan para sentir experiencias, para
enriquecerse personalmente, para comprender el mundo y a otras culturas, para captar
otras ideas y pensamientos, me atrevería a afirmar que son una pequeña minoría.
Los cuatro que formábamos el grupo de este viaje buscábamos ese legado de
conocimiento. La amistad entre nosotros trabajaba positivamente para hacer
realidad todo ello.
Antes de embarcarnos en el avión,
tomando un café en el aeropuerto, coincidimos en expresar que los preparativos
de este viaje habían generado una ansiedad insólita. Era como si todo lo que lo
rodeaba se hubiera confabulado en nuestra contra, como si tuviéramos que ser
desarmados de valor, antes de gozar de la más leve esperanza de alcanzar nuestro
destino, al considerarnos invasores. Los precios habían subido, la paridad del
euro con el dólar era a favor del segundo -¡qué tiempos en que estaba entre un
20 y un 30 por ciento a favor del euro!- la situación política internacional
era de total tensión, la crisis económica se abalanzaba en forma de anuncio de
recesión, el otoño se prometía caliente (frío en temperaturas por los precios
de la energía). Si uno pensaba en todo ello acudiría al establecimiento más
cercano a asesorarse para un suicidio eficaz a corto precio.
Mi maleta color berenjena lucía una
hermosa capa de polvo que no me atreví a retirar como homenaje a su paciencia.
Llevaba sin salir desde 2019, poco después de que me la regalaran. A pesar de
todo ello, no se había quejado ni había manifestado su pena acumulada. Era una
fiel servidora a la que prometí tratar con todo cariño. Me dolió cuando comprobé
la desconsideración con que la trataban al desprenderme de ella en las cintas
de facturación.
El primer filtro de pruebas
iniciáticas viajeras lo pasamos sin demasiados problemas gracias a nuestras
gestiones burocráticas y la obtención de la ETA canadiense (una autorización
previa que funcionaba como un visado automático) y la cumplimentación de la
aplicación ArriveCan. Por supuesto, con nuestro pasaporte Covid de tres vacunas
administradas, requisito esencial ineludible. En destino, podían realizar
aleatoriamente una PCR y comprobar nuestro estado de salud. Para el crucero de Alaska
deberíamos hacernos un test de antígenos. Quien no lo superara sería
descalificado y sometido a cuarentena. Entonces comprobaríamos si el seguro de
cancelación contratado era plenamente eficaz. Todos pensábamos que lo mejor era
que la compañía ganara dinero sin siniestros que declarar.
Una vez sentados en el avión
comprobamos que la clase turista mantenía férreamente su poder destructivo
sobre la espalda de la clase media.
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