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Viaje a Alaska y Canadá 17. Caminando hacia el atardecer: Stanley Park.


 

Tras visitar esa zona de la ciudad decidimos desplazarnos a Stanley Park. A pie era una tirada y no queríamos agotar nuestras fuerzas en la maniobra de acercamiento. Buscamos un taxi, sin éxito. Paraban a veces (eran bastante escasos y el tráfico bastante denso) les explicábamos hacia dónde queríamos ir, Lion’s Gate, y todos se negaban a llevarnos. Hasta que llegó un taxista turco que se apiadó de nosotros y nos dejó junto a la caseta de información.

Estábamos divididos en cuanto a la forma de recorrer el parque. Caminando era una soberana caminata. En bicicleta, podía ser divertido, como nos habían aconsejado. En información me dijeron que mejor alquiláramos en la ciudad, a un par de kilómetros, en alguna de las empresas especializadas. El alquiler en el parque obligaba a darse de alta en una aplicación y devolver las bicicletas en unos lugares concretos. Me desanimó totalmente, y así lo transmití a mis compañeros. Empezamos a andar. Stanley Park Road bordeaba el perímetro de la península y regalaba unas estupendas vistas sobre el skyline de la ciudad.



El sol de la tarde admiraba la altura de un verdor intenso de los árboles que se habían juntado tanto que impedían cualquier intromisión en el bosque. Desconozco la razón por la que los árboles no querían que los apaciguados rayos del sol acariciaran el suelo algo dorado por las altas temperaturas y la ausencia de lluvia durante días. Quizá era el celo por no perder la posición, o la amistad entrañable entre los árboles que querían demostrarla con las apreturas de los troncos. Cualquiera que fuera la razón, el bosque de coníferas era de una densidad impresionante y casi formaba un muro vegetal de considerable altura. Marcaba el ámbito propio en relación con el humano.

La despreocupada gente se movía también en ámbitos separados. Los ciclistas hacían sonar sus timbres advirtiendo a los despistados caminantes para que despejaran su carril y se metieran en el suyo, que debían compartir con los que venían patinando a unas velocidades preocupantes. Como viandantes, sufrimos el estrés de tanta separación. Menos mal que las vistas eran suficientemente relajantes como para salvar la mente del más nervioso.



El parque era un excelente mirador sobre la ciudad y sus distintos barrios. Por eso había sido elegido inicialmente para acoger un fuerte o un cuartel que, con el tiempo, creció hasta ser una base militar y así controlar el acceso hacia Burrard Inlet, el fiordo que protegía a la futura ciudad. Aquella posición era ambicionada por los rusos, que se habían establecido en Alaska, o por los estadounidenses, que podían progresar desde el sur. La bahía tenía muchos novios.

Cuando se fundó la ciudad de Vancouver, el Concejo solicitó el desmantelamiento de la zona militar, que había perdido su significado defensivo, y su transformación en parque. Éste recibió el nombre del Gobernador General de Canadá en aquellos tiempos, el conde Frederick Arthur Stanley.

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