Tras visitar esa zona de la
ciudad decidimos desplazarnos a Stanley Park. A pie era una tirada y no
queríamos agotar nuestras fuerzas en la maniobra de acercamiento. Buscamos un taxi,
sin éxito. Paraban a veces (eran bastante escasos y el tráfico bastante denso)
les explicábamos hacia dónde queríamos ir, Lion’s Gate, y todos se negaban a
llevarnos. Hasta que llegó un taxista turco que se apiadó de nosotros y nos
dejó junto a la caseta de información.
Estábamos divididos en cuanto a
la forma de recorrer el parque. Caminando era una soberana caminata. En
bicicleta, podía ser divertido, como nos habían aconsejado. En información me
dijeron que mejor alquiláramos en la ciudad, a un par de kilómetros, en alguna
de las empresas especializadas. El alquiler en el parque obligaba a darse de
alta en una aplicación y devolver las bicicletas en unos lugares concretos. Me
desanimó totalmente, y así lo transmití a mis compañeros. Empezamos a andar. Stanley
Park Road bordeaba el perímetro de la península y regalaba unas estupendas
vistas sobre el skyline de la ciudad.
El sol de la tarde admiraba la
altura de un verdor intenso de los árboles que se habían juntado tanto que
impedían cualquier intromisión en el bosque. Desconozco la razón por la que los
árboles no querían que los apaciguados rayos del sol acariciaran el suelo algo
dorado por las altas temperaturas y la ausencia de lluvia durante días. Quizá
era el celo por no perder la posición, o la amistad entrañable entre los
árboles que querían demostrarla con las apreturas de los troncos. Cualquiera
que fuera la razón, el bosque de coníferas era de una densidad impresionante y
casi formaba un muro vegetal de considerable altura. Marcaba el ámbito propio
en relación con el humano.
La despreocupada gente se movía
también en ámbitos separados. Los ciclistas hacían sonar sus timbres
advirtiendo a los despistados caminantes para que despejaran su carril y se
metieran en el suyo, que debían compartir con los que venían patinando a unas
velocidades preocupantes. Como viandantes, sufrimos el estrés de tanta
separación. Menos mal que las vistas eran suficientemente relajantes como para
salvar la mente del más nervioso.
El parque era un excelente
mirador sobre la ciudad y sus distintos barrios. Por eso había sido elegido
inicialmente para acoger un fuerte o un cuartel que, con el tiempo, creció
hasta ser una base militar y así controlar el acceso hacia Burrard Inlet, el
fiordo que protegía a la futura ciudad. Aquella posición era ambicionada por
los rusos, que se habían establecido en Alaska, o por los estadounidenses, que
podían progresar desde el sur. La bahía tenía muchos novios.
Cuando se fundó la ciudad de
Vancouver, el Concejo solicitó el desmantelamiento de la zona militar, que
había perdido su significado defensivo, y su transformación en parque. Éste
recibió el nombre del Gobernador General de Canadá en aquellos tiempos, el conde
Frederick Arthur Stanley.
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