Entre 1881 y 1885 fueron
reclutados unos quince mil chinos para completar la línea del ferrocarril que
uniría Columbia Británica con el resto de la Confederación Canadiense, una
condición establecida para su unión a ésta. A esos trabajadores se les pagó la
mitad que a los de raza blanca y se les asignaron las tareas más peligrosas y
extenuantes. Eran trabajadores de tercera con los que no se tenía ninguna
consideración. Tampoco cuando terminaron las obras y se encontraron sin dinero
para regresar a su país y se enfrentaron a las primeras leyes dictadas en su
contra. Muchos se convirtieron en indigentes y buscaron el refugio de Chinatown.
Esa era la historia que narraba un panel en la calle Pender.
Cruzamos Chinatown Millennium Gate,
esplendorosa puerta ritual que se erigió con motivo del milenio. Los coloridos
rótulos en caracteres chinos que publicitaban profesiones y empresas creaban un
ambiente oriental peculiar con construcciones más propias de un pueblo de
pioneros en el Oeste, mezcladas con estructuras de claro origen chino. Algo que,
por otra parte, habíamos observado en otros Chinatown de América.
En 1890 el barrio alcanzó una
población de unos mil residentes. Era gente emprendedora y a pesar de las
limitaciones legislativas fueron progresando, construyeron un primer teatro al
que seguirían otros dos más. Sin embargo, cada cierto tiempo, cada vez que
bajaba la necesidad de mano de obra y se generaba paro, eran expropiados. En
alguna ocasión afectó a unas seis mil personas. Con la depresión de la década
de 1930 el barrio entró en una fuerte recesión.
Hacia 1970 empezó su
restauración, en parte debido a la diáspora de residentes en Hong Kong que
decidieron emigrar antes de que China tomara el control de la colonia
británica. Las promesas de que serían respetados sus derechos no les
convencieron. El mayor impulso lo dio la Vancouver Chinatown Merchants
Association que obtuvo la calificación de Business Improvement Area para la zona
en el año 2000. Su primer objetivo fue incrementar la seguridad y la limpieza.
Lo habían conseguido.
El gran motivo de orgullo del
barrio era el jardín clásico del Doctor Su Yat-Sen. Habían buscado la máxima
fidelidad, por lo que habían traído desde China los materiales para su
construcción y habían desplazado a Vancouver a más de cincuenta artesanos de la
ciudad de Suzhou, famosa por sus jardines clásicos, como pude comprobar hace
años, para que colaboraran con arquitectos y constructores locales.
No cruzamos sus muros blancos y
tan solo nos asomamos por las celosías. Era esencia China en territorio
canadiense. Pabellones, puentes, el estanque de Agua de Jade, en donde se
reflejaba la naturaleza y las construcciones, las rocas que disparaban la
imaginación, las plantas perfectamente cuidadas, eran equilibrio y armonía.
Sin el vibrante ambiente del Chinatown
de San Francisco, las calles del barrio merecían una visita y nos adentramos
por ellas buscando un restaurante. Nos metimos en uno plagado de orientales, de
familias, una garantía de buena calidad. Los platos eran abundantes, bien
preparados y el picante era suave o inexistente. Nos convenció.
Los residentes habituales del
barrio y las nuevas oleadas de asiáticos se habían decantado por la ciudad de
Richmond, al sur del aeropuerto. Seguro que no tenía el tipismo de estas tiendas
y restaurantes.
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