Desde el palacio de convenciones
hasta Stanley Park se abría una senda peatonal junto al mar, lo que quizá
pudiera denominarse un paseo marítimo, por donde circulaban corredores,
ciclistas y peatones. A la izquierda, se abría un nutrido bosque de
rascacielos, torres de apartamentos de lujo de varios millones de dólares,
muchos de ellos adquiridos por inversores chinos e indonesios para obtener el
visado que les permitiera residir de forma legal en Canadá. Las plusvalías que
habían obtenido los inversores eran inmensas, a costa de la elevación de los
precios, la especulación y el desplazamiento de la clase media a otros barrios
menos caros. Era Coal Harbour.
Su nombre procedía del carbón de
baja calidad que se descubrió en la zona en 1862 y que no llegó a explotarse. Su
pasado industrial se recordaba con una barraca gris en equilibrio inestable.
Los privilegiados ocupantes de
esas torres -las que estaban más al interior eran de uso para oficinas, hoteles
y apartamentos, aunque éstos en menor escala- observarían el movimiento del
aeródromo para hidroaviones, o las maniobras de los yates que atracaban en el
puerto deportivo o el frente de montañas y ciudad al norte. Burrard Inlet estaba
tranquilo.
El paseo fue muy agradable y
relajante y nos condujo hasta Denman Street, menos lujoso, pero mucho más
animado y popular. Era la hora del almuerzo y sus restaurantes se llenaban de
oficinistas o de currantes que paraban un rato en sus menesteres diarios. Aunque
había rascacielos, las casas bajas predominaban. Era un ámbito más vivible, más
cercano a nuestra realidad. Aquí era aún posible hacer la compra en una tienda
de barrio que exhibía una fruta jugosa a unos precios elevados. Las torres
parecían mirar inquisitivas desde lo alto de sus azoteas. Hasta había un Zara.
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