En un extremo del pueblo nos
atendió Augusto, el dueño del restaurante O Cruzeiro, que rajaba por los
codos y nos ofreció el especial de la casa a base de camarones (langostinos),
patatas fritas y una salsa marinera picante que se trajo de Estados Unidos,
donde estuvo trabajando durante décadas. Solo había una familia con una señora
de 102 años y una pareja mayor. Según nos comentó, acudían grandes grupos de
españoles. Pedimos un vino blanco del Alentejo y como aperitivo tomamos un paté
de sardinas y queso local. Para no mancharnos nos pusieron un babero. El postre
fue un pastel de patata dulce. Todo estuvo delicioso.
Augusto Cruzeiro hablaba por los
codos, como ya he dicho y reitero. Vamos, era un brasas. Era aficionado del
Oporto y un personaje curioso. Cuando entramos para preguntarle si podíamos
cenar nos pegó un rollo impresionante que no entendimos, aunque intuimos que
tendríamos suerte. Eran las 9,20 y cerraba la cocina a las 9,30. Nos explicó
que el especial de la casa le gustaba a todo el mundo y, especialmente a los
españoles. Valía 25 euros y era para dos personas.
Cuando se fueron los demás clientes
se enrolló con nosotros. Nos trajo un chupito de madroño, bastante caro, y nos
dijo que llevaba sesenta años trabajando, desde los once. Parece que participó
en la guerra de África, aunque mi comprensión de su verborrea era defectuosa. Estuvo
en Estados Unidos. Un plato colgado de la pared con ambas banderas, portuguesa
y estadounidense, era el signo de su devoción. Nos trajo las dos cartas
recibidas de la Casa Blanca en que le concedían ayudas para la reconstrucción.
Entre Trump y Biden le habían entregado 6.400 dólares.
Criticaba abiertamente al gobierno
portugués y a nuestro presidente del Gobierno. El año anterior había tenido que
cerrar durante tres meses. En este 2021, nada menos que cuatro meses y medio.
Por supuesto, nos hizo la cuenta
en un papel y le pagamos en efectivo.
Poco antes de las once no había
nadie en la calle.
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