Nos habíamos organizado para
poder disfrutar de un rato por la tarde en la playa. La ventaja de los días
eternos es que a las seis y media la luz era aún abundante. Nos cambiamos,
elegimos la playa de Amoreira y nos montamos nuevamente en el coche.
Como el día anterior, íbamos
contra la tendencia general. Regresaba más gente que llegaba. Realmente, fuimos
el único vehículo que se animaba a esa hora. Un camino asfaltado nos llevó
hasta una playa amplia formada por el estuario del río Aljezur, que dejaba a su
paso unos meandros suculentos. Las dunas protegían sus espaldas.
Optamos por dar un paseo. No
teníamos mucha intención de bañarnos. Nos conformamos con mojar los pies,
charlar, contemplar la bruma sobre uno de los cabos, escuchar cómo rompían las
olas. Todo aquello nos relajó mucho, algo necesario para romper con el
cansancio y los sinsabores de nuestras gestiones para la cena. Aquel lugar
tenía un fuerte poder balsámico.
Hacia la derecha, o al norte, se
desplegaban unas formaciones rocosas peculiares, atractivas. Con el sol ya en
una posición más baja, el efecto nos gustó y nos quedamos a disfrutar de él
mientras se iba vaciando la arena. Jose y yo somos de atardeceres, de soles que
se abrigan tras el horizonte para tomar un descanso. Y recordamos a Camoens:
Mas mostrábase ya la luz
dudosa,
que la lámpara grande se
escondía
baxo del horizonte y,
luminosa,
llevaba a las antípodas
el día.
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